martes, 14 de junio de 2011

4 de Junio de 1943, por Agenda de Reflexión.com.ar












N° 719 - Junio del ‘43: algo más que un prólogo










Por Luis Alberto Murray





Luis Alberto Murray fue un peronista, católico de firmes convicciones, con importantes incrustaciones anarquistas, admirador de León Trotsky y de Gilbert Keith Chesterton, poeta y cuentista, gran amigo de la Izquierda Nacional y un extraordinario bebedor de Old Smuggler”.
Murray, que falleció en 2002 a los 79 años, también escribió dos libros imprescindibles (”Pro y contra de Alberdi” y “Pro y contra de Sarmiento”); integró las redacciones de Crítica, Democracia, Vea y Lea, El Pueblo, Confirmado, Mayoría, Télam y Clarín. Fue director del semanario La Hipotenusa y, en su juventud, integró el Grupo Obrero Revolucionario que lideraba Liborio Justo.
Esta lúcida e imperdible crónica de las jornadas históricas de 1943 fue publicada en el nro. 4 de la revista Sudestada, que dirigía José María Rosa, el 4 de agosto de 1987. [Julio Fernández Baraibar]





Mediodía del 4 de junio de 1943. Quienes recorrían la Plaza de Mayo miraban con curiosidad, yendo a sus ocupaciones habituales, hacia la Casa de Gobierno, hervidero de tropas en nervioso trajín. El edificio del Banco de la Nación, sólo a medias construido aún, exhibía en sus huecas ventanas soldados en actitud de alerta entre bolsas de arena.
Nadie entendía nada. Menos, todavía, quienes contábamos veinte años, hipnotizados como estábamos los porteños de cierto nivel cultural por motivaciones de “izquierda” o “derecha”, que no eran aquí otra cosa que máscaras de la subordinación de la Argentina a los Aliados o al Eje, en plena carnicería casi universal.
El único signo, si no de entusiasmo ante el movimiento castrense, de repudio a lo que él acababa de desplazar, fue el vuelco e incendio de algunos ómnibus de la Corporación de Transporte, monopolio inglés impuesto por Justo y bendecido por Ortiz.
El Ejército y la Armada habían dispuesto al presidente en ejercicio Ramón S. Castillo, veterano conservador catamarqueño, no encenegado en el fraude electoral, prestigioso profesor universitario y patriota decidido, pero también obsesionado por imponer la candidatura del “impotable” Robustiano Patrón Costas, uno de los dependientes amos criollos del azúcar.
En las calles céntricas -y exclusivamente por su mantenimiento de la neutralidad en la guerra ajena sólo defendía a Castillo la Alianza Libertadora Nacionalista conducida por Juan Queraltó. Civiles fueron las únicas bajas de aquella insurgencia militar: varios ocupantes de un colectivo que pasaba junto a la Escuela de Mecánica de la Armada cuando se produjo por error, informaron un tiroteo con efectivos del Ejército.
El trato dispensado a Castillo, fue cortés. Como sucedería mucho después con Arturo Illía, no se lo encarceló, a diferencia de lo ocurrido a los también electos Yrigoyen, Frondizi y María Estela Martínez de Perón.





Tras unas horas de navegación en el estuario, se lo dejó en su domicilio. El 4 y al siguiente día, el general Arturo Rawson, simpatizante de los radicales “galeritas” (Alvear había muerto un año antes) y partidario de alinear al país en el bando imperial, pugnó en vano por ser el presidente provisional. En su lugar lo fue el propio ministro de Guerra de Castillo, general Pedro Pablo Ramírez, de mentalidad considerada nacionalista.
El periodismo no acertó en sus cautelosos pronósticos. “Noticias Gráficas”, basándose el 5 en la aún no frustrada candidatura de Rawson, definió al movimiento como “respetuoso de la democracia”, lo que en el discurso político de entonces significaba el sometimiento incondicional a Gran Bretaña y, en menor medida, a los Estados Unidos.
Pero pronto se supo que el propósito de las fuerzas armadas no era terminar con la neutralidad, sino refirmarla con el vigor de que carecía, debilitado políticamente hasta la extenuación, el solitario gobernante depuesto.





Asistimos a curiosas novedades. Radio del Estado, en cadena con todas las demás emisoras del país, difundía durante una hora decretos y editoriales, con énfasis y desafío. Antes y después resonaban las marciales notas de una marcha finalmente llamada “4 de junio”. Esa única hora era la única excepción en un medio totalmente “privado”, en no pocos casos sinónimo de extranjero.
El informativo oficial se daba el gusto de romper lanzas, casi todos los días, con un matutino “liberal” al que mencionaba por su nombre (actitud hoy en desuso). Se inició proceso por “desacato a la nacionalidad” a un imperceptible escritor que se permitía descreer de las virtudes gauchescas. Un fiscal que recibió un documento de identidad extraviado por un teniente coronel en un alojamiento no precisamente familiar, le entabló juicio por adulterio.
La etapa iniciada aquella neblinosa mañana de 1943, no fue fácil ni divertida. Con el tiempo, y merced a aciertos de gestión mezclados con errores y contradicciones, apreciaríamos que fue necesaria. No se redujo a un mero “prólogo a Perón”, como aún creen algunos olvidando o menospreciando las realizaciones intrínsecamente “junianas”.
Uno de los escasos políticos que entonces vio claro fue Arturo Jauretche, a quien lo anecdótico no distraía de lo esencial, y que venía clamando, como otros argentinos angustiados y furiosos, por una reacción militar de signo y contenido nacional que compensara e hiciera olvidar el 6 de septiembre de 1930. Saludó el pronunciamiento sin la mística mesiánica del nacionalismo de “derecha” y sin ilusiones, pero lo saludó.
Coexistieron en los equipos de Ramírez pronazis, probritánicos, agentes yanquis, neutralistas consecuentes y nacionales “propiamente dichos”. Algunos de éstos, ya sin partido, cooperarían en la creación del peronismo.
Las agrupaciones políticas “tradicionales” olfatearon enseguida que aquel gobierno no las amaba, y correspondieron a tamaño desdén -sin precedentes con notable simetría. El general Carlos von der Becke demostró en el Círculo Militar la “absoluta imposibilidad de un desembarco aliado en Normandía”, práticamente a la misma hora en que éste había comenzado, según pudo saberse poco después. En 1955 presidió el tribunal “de honor” que privó a Perón del grado y el uniforme… Dos patéticos ejemplos de su ligereza como profeta.
La marcha de la contienda mundial, y la ya inocultable importancia adquirida por el coronel Juan Perón en los mandos militares y cargos de gobierno, se tradujeron en el relevo de Ramírez por el general Edelmiro J. Farrel. El desplazado había tenido que asimilar en silencio un episodio incómodo: la intervención de Tucumán, toda ella nacionalista, “fusiló” el retrato presidencial antes de irse dejando la bandera a media asta, por la declaración de guerra de Alemania, con el Japón rendido e Italia “fuera de combate”.
No es arbitrario asignar al régimen “juniano” los siguientes aportes:
• La tímida, precaria sustitución de importaciones a causa de la guerra en los mares, devino nacimiento de la industria argentina pesada. Fabricaciones Militares, hasta entonces poco más que un sello, se convirtió en hada tutelar del acero nacional. Con el general Savio alcanzaría, en la primera presidencia de Perón, niveles comparables a los actuales.
• El Ejército ocupó la franja vacante, por dejación del empresariado industrial nativo, en sectores decisivos del desarrollo.
• La dinámica social tuvo un portentoso impulso por parte del consabido coronel que asumió las tres oficinitas del Departamento Nacional del Trabajo con más entusiasmo y orgullo que la Vicepresidencia y los ministros de Guerra y Relaciones Exteriores.
• Con autoritarismo en ciertos casos cavernario, se reivindicaron sin embargo valores de la nacionalidad vinculados con la religión, el idioma, la cultura, las artes y letras, la investigación histórica y antropológica.
• En lo hechos, y sobre la marcha, se concretó lo que después se dio en llamar “alianza popular-militar”, sin la cual (nada que ver con “pacto” alguno) no hubiese llegado Perón a la presidencia ni permanecido en ella hasta septiembre de 1955.





A nuestros veinte años no saludamos el 4 de junio de 1943 porque, siendo políticamente populares, no éramos todavía del todo nacionales. Desconfiábamos de unas fuerzas armadas en apariencia idénticas a las de 1930. Pero en 1946, al dejar la Casa de Gobierno el general Farrel, ya habíamos entendido y aprendido algo.

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