martes, 25 de diciembre de 2012

EL FIN DEL MUNDO QUE NO FUE, UN RELATO.


 
El fin del mundo dos días después
Por Miguel Russo
mrusso@miradasalsur.com

El hecho de que haya
El fin del mundo dos días despuésPor Miguel Russo
mrusso@miradasalsur.com

El hecho de que haya
comprado el diario y esté leyendo esta nota, hace que el tipo respire hondo y se apreste a seguir pensando en otras laceraciones. A saber: 1) el invariable, enmayonesado hasta el hartazgo y suegrero arbolito de ensalada rusa con estrellita de morrón rojo en la punta que deberá alabar, otra vez, otro año más, mañana a la noche; 2) la vorágine de turrones y frezitas tibionas ahí nomás de la medianoche; 3) el etílico pedido del tío de la esposa del primo, cuarto ananá fizz a descorchar en mano, de “che, traé la viola y cantate algo”; 4) aguantar, sonrisa boba en ristre, como para terminar la fiesta en paz de una vez por todas, los derrapantes análisis políticos de sobremesa que asocian, entre brindis y brindis, inseguridad con ley de medios, carteras Vuitton con traspaso del subte, verdad con TN, bonellis con zaratustras, “a mí me la van a contar” con casuística macroeconómica y otras “québarbaridades” al uso nostro.

Pero, claro, eso es hoy, ahora mismo, 23, para decirlo todo, con el diario del domingo en la mano. Muy distinto fue anteayer, el viernes 21, cuando desde todos lados le dijeron al pobre tipo que sefiní, chau, dé las hurras nomás que se viene la fin del mundo. “Mayas, viejo, los mayas la sabían lunga, vea”, le dijo el portero y el taxista y el mozo del bar donde se toma el cafecito y los diarios y la televisión y la radio y hasta el mismísimo jefe.

Por eso, el tipo se levantó el 21 como para esperar el rayo misterioso. Se duchó (no sea cosa que la debacle te agarre con restos de catrera, se dijo), desayunó (si hay que morir, que sea con la panza llena, se dijo) y agarró el libro que había comprado un día atrás, El Chilam Balam, para leerlo en el tren que lo iba a llevar ese día al encuentro con la eternidad y, de paso, como todos los días, al laburo.
El Chilam Balam, pispeó la noche anterior en el prólogo, viene a ser una suerte de antología de la cultura maya, recopilada por los españoles luego de su furiosa llegada a tierras americanas y, por supuesto, traducida por ellos de los dibujos y jeroglíficos mayas que, misterio de los misterios, ya no estaban allí, en sus espléndidas ciudades, cuando llegaron a “descubrirlos”. No conformes con la traducción, y sin fotocopiadora a mano allá por el siglo XVI, los conquistadores que siguieron llegando fueron corrigiendo las palabras que no entendían (al fin y al cabo la caligrafía insensata no es patrimonio exclusivo de los médicos, se dijo el tipo), con lo cual del Chilam Balam original, copia tras copia, quedó lo que Europa quiso que quedara, olvidando que “chilam” quería decir, entre los mayas, “el que es boca”, el que cuenta lo que ocurrió, ocurre y ocurrirá.

Ya en un asiento del Roca, el tipo empezó la lectura por la primera profecía. “El 13 Ahau cae con su carga en Emal”, leyó y, por las dudas, levantó la vista. Hacia adentro del vagón, el paisaje era el mismo de siempre. El hombrón de La Colifata, que pide una ayudita para comprarse los remedios, dormía, como siempre, con la cabeza (ironías de peluquero, el pelo cortado como los bufones que pintaba Velázquez) apoyada contra la ventanilla a la espera, loco al fin pero ningún boludo, de las próximas estaciones donde subiera el grueso del pasaje para arrancar su pregón. Hacia afuera del vagón, el paisaje también era el mismo de siempre: las paredes de los fondos de casas linderas a ese espacio yuyal y de nadie que crece al costado de la vía ostentaban las mismas pintadas gigantescas de todos los días. Ninguna anunciaba nada nuevo, ni “llegó el fin” ni ocho cuartos, solo simples (o, acaso, elaboradísimas) manifestaciones que gritan “estuve acá”.

En Berazategui, cuando se empezó a llenar el vagón, el tipo encaró otra profecía: “Se alzará también Yaax Imixche en el centro de la provincia como señal y memoria del aniquilamiento: ella es la que sostiene el plato y el vaso”. A su alrededor, decenas y decenas de laburantas cuchichearon entre risas las novedades de “las patronas”. Son reinas que se mueven por el vagón como si fuera un palacio. Todas las mujeres sueñan con ser reinas, pensó el tipo. Y lo logran, de manera efímera pero cotidiana: al mirar la telenovela, al leer un libro, al sostener un cigarrillo, al cruzar la calle, al preparar un puré, al probarse un vestido. Por eso las mujeres ríen y chacotean. Que el vagón sea su palacio es sólo un ejemplo de esa rutina.

A su alrededor, decenas de laburantes se esgunfiaron en sus modorras. Todos los hombres, pensó el tipo, soñamos sueños menos intensos: aspiramos a ser guerreros o a ser famosos, que es más o menos lo mismo. Y nunca lo logramos. Por eso llevamos de manera permanente cara de culo o circunstancia. Que el vagón sea nuestra condena es sólo un ejemplo de esa rutina.
Siete de cada diez pasajeros mandaban o recibían mensajitos por sus celulares, seis de cada diez usaban auriculares: letra y música del siglo XXI, como siempre.

El hombrón de La Colifata se rascó a conciencia brazos y manos y, de pronto, se levantó y arrancó su discurso habitual: “Una ayudita para este gran discapacitado mental (como siempre, hizo una pausa inquietante en la que sólo él puede leer lo que quiere decir) críticos somos nosotros”. Repartió las mismas estampitas de siempre y, como todos los días, repitió “hoy me caí en la calle”, emblema, en su retórica colifata, de lo atroz por excelencia.

Intentó, el tipo, enfrascarse en una nueva profecía (“entonces será cuando bajen cuerdas y fuego y piedra y palo y sea el golpear con palo y piedra cuando sea apresado Oxlahun ti Ku”), pero a su lado se paró una mujer notablemente embarazada que cargaba una bolsa de red repleta de cebollas rojas y de verdeo. Cedió el asiento y antes de ser empujado hacia el centro del vagón pudo ver que, en el hombro derecho, la mujer llevaba tatuada no la serpiente emplumada sino la cabeza del conejito de Playboy.

Ya en el trabajo, el tipo se sentó en su escritorio y abrió el libro. “También entrará el zopilote a las casas y será también el tiempo de la muerte violenta a las gentes animales”, alcanzó a leer antes de ingresar en esa desaceleración del tiempo sin tiempo que le agarra siempre en el laburo cuando intenta sustraerse al frenético “que sí que no” de los dueños de los medios de producción. Entonces, mientras organizaba los papeles arriba de su escritorio, se preguntó si el verdadero fin del mundo que, según dicen, predijeron los mayas, no será ese bestial letargo de repetir gestos de anhelante presente mientras aquellos que señalaban Marx y Engels con el dedo se van olvidando de uno lenta pero persistentemente, sometiéndolo a una condena de eterno pasado hacia un incierto futuro.

Ya a la noche del 21, en su casa, cerca de las once y media, mientras la televisión repetía sin descanso imágenes de personas corriendo con changuitos de supermercado repletos o con cajas de plasmas grandes como cines al hombro, el tipo abrió despacito el libro y mientras comía la milanesa leyó “muy doloroso viene el término del katun de la Flor de Mayo, porque aún no habrá acabado cuando se volteen hacia arriba las raíces de los árboles y tiemble todo”. De la televisión llegaban voces estudiadamente enlutadas que hablaban de urgencias y similitudes, de extravíos y de desavenencias. En cada frase se repetía la palabra “necesidades”, cargando de puro simbolismo macabro un ayer profético que llegaba hoy. Como los españoles traduciendo a los mayas, “el que es boca”, pensó el tipo mientras la hora en el cuadradito de abajo de la pantalla cambiaba a 0.02. Pinchando otro pedazo de milanesa, miró de reojo su reflejo y el de su mujer en el televisor y pensó que se estaban poniendo viejos: seguían viéndose como eran hace cuarenta años, pero ya no le creían a nadie que les hablara como si fueran chicos. Ella sonrió como una reina. Él se refugió en la cosecha de las miguitas de pan sobre el mantel: al día siguiente, minga de fin del mundo, lo esperaba el trabajo y ya escuchaba la carcajada lacerante de todos los mayas escondidos detrás de las ruinas de Chichen Itzá.

23/12/12 Miradas al Sur

No hay comentarios:

Publicar un comentario