domingo, 27 de enero de 2013

MENGANNO, OPINA RICARDO RAGENDORFER

Los superpoderes del capitán Menganno

La autoprotección armada es una fuente de tragedias, tanto para terceros como para el propio resistente.

Por Ricardo Ragendorfer

El asalto ni siquiera había comenzado. Pero la inminente víctima –que con su señora y dos hijos llegó en un Citroën C3 azul a la esquina de Eva Perón y Sarmiento, en Lanús– tuvo una visión anticipada del asunto. Ello le bastó para vaciar desde la cabina el cargador de una Glock calibre 40. Y no sin suerte: los atracadores se dieron a la fuga, la familia quedó ilesa y ningún peatón fue malogrado por el plomo. Un final feliz, del cual él no vaciló en ufanarse por Facebook.

Así se supo que se trataba nada menos que del Capitán Menganno, quien, debido a su pulsión por disfrazarse en el barrio de superhéroe, amenizó alguna vez los minutos muertos de ciertos noticieros. Sin embargo, los efectos judiciales de su virulenta irrupción en la vida real –una causa en su contra por tenencia ilegítima del arma– dejaron al desnudo su verdadera identidad. Así se supo que se trataba del ex subinspector de la Policía Federal, Oscar Natalio Lefosse. Un drama de historieta. Un drama digno del mismísimo Clark Kent. De hecho, ese fue el relato que prevaleció al respecto en la prensa, mientras las redes sociales colapsaban con muestras de apoyo al personaje. Es curioso que nadie se pregunte, por ejemplo, si este amigo de los niños osaba realizar sus apariciones fantásticas calzado con aquella misma pistola. Pertenecer a la Liga de la Justicia tiene sus privilegios.

Similares índices de tolerancia social también beneficiaron a otros miembros de dicha cofradía. Tal fue el caso –en marzo de 2012– del locutor Ángel Pedro Etchecopar. Su tragedia pudo ser para cualquier ciudadano. Pero le tocó a él; al famoso "Baby". Y fue precisamente su celebridad, anudada al sangriento asalto del cual fue víctima, la que hizo de él un símbolo público. La imprecisa masa anónima se puso en su lugar. Y teorizó hasta el cansancio acerca de los beneficios e inconvenientes de desatar en una pequeña habitación un tiroteo entre cinco personas armadas. Una discusión que, en última instancia, podría liquidarse con la siguiente pregunta: ¿Le agradaría a usted sufrir un asalto en compañía del señor Etchecopar?

No obstante, sobre esta temática suele correr un espasmódico río de tinta. En un país en el que la mayoría de homicidios causados por armas de fuego no ocurre en medio de otros delitos, la polémica sobre su utilización con fines defensivos está al rojo vivo.

Una polémica en la que intervienen expertos en seguridad, opinadores televisivos y hasta taxistas. Una polémica también apta para sobremesas y funerales. Porque, en sí misma, la autoprotección armada es una fuente inagotable de tragedias, tanto para terceros como para el propio resistente, tal como lo demuestra el 78 % de los homicidios en ocasión de robo durante 2012. Aún así, la cuestión apasiona a los argentinos.

Ese choque de opiniones no es tampoco novedoso. En el remoto invierno de 1990 el asunto ya estuvo en boga, cuando, durante el atardecer del 16 de junio, el ingeniero Horacio Santos persiguió a dos ladrones hasta matarlos a tiros. No era un tiempo signado por una alarmante tasa de delitos, pero en la conciencia colectiva ya aleteaba el buitre de la inseguridad.

A casi 23 años de esos días, el ministro de Justicia y Seguridad bonaerense, Ricardo Casal, volcó –a raíz del caso Etchecopar– su parecer al respecto: "En un estado de desesperación, el ciudadano usa los recursos que tiene a mano."

¿Un Estado de desesperación? O una idea basada en la presunta ausencia del Estado. Y –por consiguiente– en las limitaciones que obstaculizan su derecho monopólico al ejercicio de la legítima violencia. Tal diagnóstico siempre supo ser muy festejado por la llamada mayoría silenciosa. Y también fue un señuelo para arquear el rumbo de alguna política. En resumidas cuentas, un recurso de manual, aplicado con éxito en otras latitudes.

El “Justiciero del Subte de Nueva York” fue en tal sentido un caso testigo.
A diez años del estreno de la película El vengador anónimo –en la cual Charles Bronson interpreta Paul Kersey, quien, alicaído por el crimen de su esposa, empieza a limpiar a tiros las calles de la Gran Manzana–, un individuo que acababa de subir al subte en Manhattan acribilló a cuatro adolescentes de porte sospechoso, ante la atónita mirada de 20 pasajeros. En aquel preciso instante –corría la tarde del 22 de diciembre de 1984–, esa sombra adquirió estatura de mito. Su arresto –ocho días después– le aportaría cara y apellido: se trataba de Bernhard Goetz, un ingeniero delgado, frágil y racista, que había sufrido un robo en 1981.

Su acto extremo mereció excelente acogida en el público. Es que el subte de Nueva York era por aquella época muy peligroso, tierra de nadie, tal como se acostumbra a decir. Lo cierto es que lo de Goetz visibilizó el problema ante los ojos de las autoridades comunales. Estas lo remediaron al poner al frente de su seguridad a un auténtico experto en la materia. Su trabajo fue excelente. No era otro que William Bratton. Ese éxito le depararía un destino de gloria: en 1994 fue convocado por el flamante alcalde Rudolph Giuliani. Ya se sabe que la huella de ambos en la Tierra fue la Tolerancia Cero.

¿Hubiera esta política visto la luz sin la impulsiva intervención de Goetz? Imposible saberlo. Lo cierto es que él, ya en la ancianidad, sigue paladeando las mieles de la fama. Recientemente invitado a un programa de la cadena ABC, Goetz hizo una demostración práctica sobre cómo disparar una pistola escondida en el bolsillo de una campera.
Sus enseñanzas no son en vano.

Etchecopar y el Capitán Menganno son una prueba de ello.

Infonews

GB

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