domingo, 31 de marzo de 2013

COMO CONTAR EL HORROR DE LA FAMILIA FORTI.

Cómo contar el horror 36 años después Por Miguel Russo mrusso@miradasalsur.com Dos miradas sobre el libro "Antes de que se vuelvan mariposas", de Demián Verduga, donde se cuenta la historia del secuestro de Alfredo Forti, sus hermanos y su madre en 1977 cuando salían del país hacia el exilio en Venezuela. Allá a principios de los años ’90, cuando la dictadura pegaba sus últimos coletazos cambiando uniformes militares por saco y corbata y tanques y Falcon verdes por Ferraris que eran sólo “mías, mías, mías”, se escuchaba, ante la ausencia de cuestionamientos políticos fuertes, una pregunta arrinconada en los suplementos culturales de ciertos medios: ¿cuándo se escribirá el genocidio desatado el 24 de marzo de 1976? Pregunta que traía el eco de las palabras que Ricardo Piglia había hecho decir al personaje Emilio Renzi en su Respiración artificial, de 1980: “Avanzo, entonces, para resumir, con una lentitud vertiginosa en esa especie de novela que trato de escribir. Escucho una música y no la puedo tocar, decía, creo, Coleman Hawkins”. O, más profundo aún, y más brutal, llegaba desde el mismo libro una pregunta: “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”. El interrogante seguía abierto a pesar de aquellas notables excepciones de los ’80: el mencionado Respiración artificial; Una lectura de la historia, de Andrés Rivera; el inclasificable Flores robadas en los jardines de Quilmes, de un por entonces clasificable Jorge Asís; Los compañeros, de Rolo Diez, y Nadie nada nunca, donde Juan José Saer plantaba la certeza como una trompada desde el comienzo mismo de la novela: “No hay, al principio, nada. Nada”. Esa nada parecía hacerse carne en los ’90. Aguardaba como los campesinos sorprendidos con sus mejores galas por la cámara fotográfica de August Sander en el medio de una ruta polvorienta de camino al baile sabatino. Fotografía que provocó, medio siglo después, la afirmación de John Berger: “¿Qué es un hombre en el camino? Tiempo”. Y con el tiempo, la narrativa argentina –esa narrativa que, como señala con precisión quirúrgica María Seoane, es herencia y, del mismo modo, parición de las obras de Rodolfo Walsh, donde se aúnan literatura y documento, donde la Historia con mayúsculas se mezcla con la historia con minúsculas, realidad y ficción, fuerza sobre fuerza, para decirlo todo–, esa narrativa comenzó a desenredar el drama social que marcó a sangre y fuego lo más profundo de la cultura nacional. Al principio, de modo titánico, necesidad imperiosa de decirlo todo, de romper aquella famosa consigna de Theodor Adorno, “cómo escribir después de Auschwitz”, que llegaba desde Europa: Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso; La voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós. Decía Benedetti, a mediados de los ’50, “está prohibido llorar sobre los libros porque no queda bien que la tinta se corra”. Ahora, 2013, María Seoane abre su prólogo a Antes de que se vuelvan mariposas: “La sangre derramada en las tragedias es indeleble”. Pasaron muchos, muchísimos más de 60 años entre una y otra frase. Y mucho, muchísimo más de 37 años, entre el secuestro de Nélida Azucena Sosa y sus cinco hijos del vuelo 284 de Aerolíneas Argentinas con destino a Caracas hasta el instante en que uno de aquellos chicos, Alfredo Forti, se sienta frente a Demián Verduga y cuenta. Tiempo, sentido profundo del término “tiempo”. Y justamente es la afirmación de Berger (“¿Qué es un hombre en el camino? Tiempo”) la primera anotación en un hipotético cuaderno de bitácora de Antes de que se vuelvan mariposas. Leer un libro es leerse a sí mismo, descubrirse en cada palabra, compararse en cada reacción de los personajes, acordar o desacordar con ellos, saberse parte. Leer Antes de que se vuelvan mariposas no rompe esa regla sino que, a la vez, la transforma en necesidad. Paradójicamente, Demián Verduga hace que el lector entre a la historia inmensa de Alfredo Forti como quien entra a una habitación pequeña y desconocida: caminando muy despacio para no alterar el orden preciso y descubrir, milímetro a milímetro, una geografía sorprendente. Una frase corta, mínima, ilumina toneladas de complicidades. Una palabra exacta muestra la comunión militar, civil y religiosa del horror. Un verbo colocado en su lugar hace tambalear a las instituciones que se creyeron libres de toda condena. Muestra el poder de la palabra cuando se recupera el verdadero sentido de cada palabra. La palabra recuperada de Alfredo Forti al contar, la palabra recuperada de Demián Verduga al escribir. Palabra, al fin, recuperada por el lector al ser leída. Leer un libro –podría seguirse anotando en esa bitácora de lectura– es, también, leer el tiempo. Leer un suceso de 1977 en 2013 es leer el tiempo (y todo lo mucho más que el tiempo en los últimos 36 años de historia argentina) transcurrido entre una y otra fecha. Leer el secuestro de Nélida, Alfredo, Mario, Renato, Néstor y Guillermo en 2013, escrito por Demián Verduga, es leer el dolor de cada uno de los días de la dictadura, pero también es leer el triunfo de Alfonsín y la primera derrota electoral del justicialismo, las zancadillas empresariales y bancarias a la UCR, Punto Final y Obediencia Debida, la llegada de un caudillo popular que se convirtió en emperador entreguista, los indultos, los desaciertos de una alianza sin futuro, el estallido de 2001, el desfile de presidentes en una semana, y el 22 por ciento que se hizo multitud como el verdadero comienzo de la salida de un infierno militar-empresarial-judicial-eclesiástico-civil. Leer, ahora, lo realizado por monseñor Emilio Teodoro Graselli en el relato de Forti escrito por Verduga es releer lo expresado por ese ex secretario del Vicariato Castrense durante la dictadura cuando declaró ante la Justicia: “Los datos de cada caso dependían del relato de quienes me venían a ver. En general, tenían el nombre del desaparecido y la fecha en la que había sido secuestrado. En el reverso anotaba el nombre y la dirección de quienes habían venido a preguntar por él y las fechas de las entrevistas. Con las fichas elaboraba una lista que Tortolo enviaba a los jefes de la Fuerza, al Ministerio del Interior y al jefe de la Policía Federal”. Una relectura de lo actuado por ese Graselli que confeccionó alrededor de 2500 fichas de desaparecidos pero afirmó haberse enterado de la existencia de centros clandestinos de detención por la prensa y la Conadep. Leer la odisea de aquel muchacho Alfredo Forti es hacer una relectura del hombre que hoy está al frente de la Secretaría de Asuntos Internacionales del Ministerio de Defensa. Es leer lo que dijo fuera del libro, hace unas semanas atrás, en una entrevista que muestra lo que prefiguraba entonces: “El hecho de ser parte de la población directamente afectada por las prácticas criminales de la dictadura, de ningún modo debe inhibir la participación en áreas que parezcan contradictorias. En mi caso, concretamente, en Defensa. Por formación y por deseo, soy un convencido de que todos tenemos que dar de nuestra parte lo mejor para que se den las modificaciones y transformaciones para que no vuelva a ocurrir aquello. Hay muchas cosas para cambiar, cosas que vienen del pasado. Hay que arremangarse y meterle mano a eso que excede la temática de derechos humanos”. Leer la forma de la escritura de Antes de que se vuelvan mariposas es volver a leer cada una de las notas de Demián Verduga. La oreja puesta donde un buen periodista sabe que debe ponerla y la palabra volcada sin vueltas ni reveses, el decir claro y sencillo de un buen narrador. Leer un libro, finalmente, hace entrar en consonancia las ganas del lector con las ganas de ser leído del autor. Esa comunión hace que la historia, toda la historia, estalle en cada frase, en cada punto. Alguien, alguna vez, dijo “yo también tuve veinte años, no vuelvan a repetirme que es la mejor edad”. Alfredo Forti fue secuestrado por los militares a los 16 y caminó hacia los 20 durante la dictadura. Demián Verduga cumplió 16 cuando se firmaba el último indulto a los genocidas y caminó hacia los 20 durante el menemato. Última anotación en la bitácora de lectura: con libros como Antes de que se vuelvan mariposas, los jóvenes que hoy en día caminan sus 20 años pueden empezar a olvidar, ya no al autor de aquella afirmación sino la afirmación completa. Porque no en vano Alfredo Forti, el hombre, prefería terminar una reciente entrevista con la frase “los que no se interesan en la política están condenados a ser gobernados por aquellos que sí se interesan”. Y no en vano Demián Verduga prefirió terminar su libro con la certeza irrevocable que transmite su personaje al levantar su mano derecha, mientras se le planteaba el juramento de rigor por su cargo en Defensa: “Por la patria, mi mamá y los treinta mil desaparecidos, lo juro”. “Por la patria, mi madre y los treinta mil desaparecidos” Por María Seoane. Escritora y periodista cultura@miradasalsur.com El prólogo La sangre derramada en las tragedias es indeleble: las vidas segadas tienen la tenacidad de lo imborrable. Luego, treinta y cinco años más tarde –el tiempo memorial se mide en la capacidad de las sociedades de mirarse a sí mismas para entender lo ocurrido–, un periodista, Demián Verduga, y un sobreviviente, Alfredo Forti, encandilan contándonos esta historia. El periodista, con la maestría narrativa de los grandes de la crónica y la novela negra –como Dashiell Hammett y Rodolfo Walsh– y el sobreviviente, con la obsesión por los detalles que, en todo caso, revelarían si no lo central –el destino de su madre desaparecida–, la trama hasta ahora desconocida de un crimen que ocurrió durante la dictadura que asoló la Argentina desde 1976, bajo la señal de la cruz. No todos los destinos que acá se relatan tienen la linealidad binaria de “los buenos y los malos”. Si hay una atribución definida en las tragedias humanas es lo paradójico. El destino, como la fuerza de las cosas, lleva a los protagonistas a lugares que se intercambian como víctimas y victimarios en el largo camino de la memoria y la justicia. Nada terminó –nos contará ese destino– como comenzó aquel febrero de 1977, cuando el joven Forti de dieciséis años y sus cuatro hermanos, el menor de ocho años, salían al exilio junto con su madre Nélida Sosa para encontrarse con su padre, el médico cirujano tucumano Alfredo Forti, ya exiliado en Venezuela. Su hermana mayor, Silvana, no viajaba con ellos. Pero cuando estaban por partir en el vuelo 284 de Aerolíneas Argentinas con destino a Caracas, fueron secuestrados en el avión por una patota del régimen que los envió al reino mortal del general Ramón Camps, recluidos en el pozo de Quilmes, bajo la atenta mirada del obispado de La Plata, entonces a cargo de monseñor Antonio Plaza. Desde Caracas, Forti padre movió cielo y tierra. Sobre todo, cielo: un gran amigo de la familia, un hombre de la Iglesia venezolana, se ofreció a hacer gestiones y llegó hasta el vicario castrense argentino, monseñor Emilio Teodoro Graselli, que hizo (como se supo años después) una ficha, entre las 2.500 que dijo juntar esos años con los datos que familiares de desaparecidos entregaban de buena fe a un religioso para salvar a sus seres queridos, con los datos de la familia Forti. Graselli cumplió la promesa de salvar a los niños: los dejaron atados a árboles con capuchas en un barrio porteño, y luego los acompañó al aeropuerto con los salvoconductos para Venezuela donde los esperaba su padre, pero Nélida Sosa nunca apareció. La conversación del joven Forti con su madre antes de que los separaran es una página antológica sobre el amor. El joven Forti estudió relaciones internacionales en Estados Unidos y trabajó allí en organismos multilaterales. Entre 2004 y 2007 fue embajador argentino en Honduras. Entre 2007 y 2011, durante la gestión de Nilda Garré, fue secretario de Asuntos Internacionales del Ministerio de Defensa. Forti hijo nunca dejó de investigar el destino de su madre. Monseñor Graselli fue acusado de encubrimiento en delitos de lesa humanidad por numerosos casos. Su gestión reveló la complicidad y el poder de la jerarquía de la Iglesia Católica argentina con el Estado terrorista. Treinta y cinco años después, nada terminó como había comenzado: en diciembre de 2011, Forti juró en el salón San Martín del edificio Libertador –donde lo hicieron también Jorge Rafael Videla y la cúpula golpista en 1976– continuar al frente de su trabajo, bajo la gestión del ministro Alfredo Puricelli. Y cuando Forti juró “Por la patria, mi madre y los treinta mil desaparecidos” la historia lo devolvió de repente a la misma emoción aluvional de aquel adiós que se supieron decir él y su madre una noche oscura que tendría, aunque no lo supieran, la paradoja del final. 31/03/13 Miradas al Sur GB

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