jueves, 18 de abril de 2013

La Plata: Ahora la casa está vacía

Lunes 15 de Abril de 2013 Por Fabricio Breccia, desde La Plata I (Intento contar una historia más entre miles. Tan singular y al mismo tiempo tan común a los platenses) La mitad de la ciudad todavía es un caos. Caminé algunas de las zonas afectadas. Las calles son un escenario que humedece el alma. Es cierto que de a poco las cosas se van acomodando, pero estamos tristes. Habrán visto imágenes o escuchado comentarios. Nada que alcance la pena que se observa en el rostro de los que se mojaron hasta la pera o perdieron todo. Veníamos de seis días de feriado, panza arriba. De repente, el martes dos de abril empezó a llover y la ciudad quedó bajo el agua. Se desvanecía la tarde, mi abuela estaba viva. A la noche salí montado en la bicicleta. El barrio de mi abuela estaba lejos. Nunca llegué. Cada esquina inundada me lo impidió. Estaba incomunicado. El barrio de mi vieja y mi hermana también se había inundado, pero ellas dos estaban bien. De mi abuela y Juan y Laura (amigos, padrinos, abuelos postizos, compinches) no sabía nada. Era medianoche, no llegué a La Loma. No hice lo imposible. La gente me decía que no se podía pasar, giraba en cada esquina, pedaleaba en el agua. Caminé con la bicicleta en el hombro. Me resigné (qué inútil, pienso hoy). Creí que como mucho mi abuela se mojaría los pies. Antiguamente por detrás de su casa corría un arroyo. Las inundaciones nunca superaron los cincuenta centímetros. Volví a mi casa en la primera hora del miércoles. Creo que mi abuela en ese momento seguía viva. El barrio de mi vieja, cerca de plaza Brandsen, tuvo el agua a metro y medio de altura. La inundación bajó a las seis de la mañana. Recién a esa hora mi vieja y mi hermana pudieron caminar treinta cuadras para llegar a casa de mi abuela. La gente buscaba sus autos como si fueran monedas perdidas en el camino. Ese miércoles caminé. Era temprano, no podía comprender lo que veía. Me costó (me cuesta) tener real dimensión de lo que sucedió. A pocas cuadras de la casa de mi abuela veo dos ambulancias a gran velocidad avanzando en mi dirección. Salieron de ahí, pensé. Juan y Laura estaban bien. Los vi con lágrimas en los ojos, sin fuerza. Los abracé. Me insinuaron lo que le había pasado a mi abuela. No les entendí, no quise. Me contaron como los rescató Leonardo: forzando una reja y sacándolos por una ventana cuando el agua superaba sus cinturas. A Leonardo lo conozco de cuando éramos niños, no recuerdo su apellido ahora. Era tanto el desconcierto que me lo crucé y no le agradecí. Luego entré a la casa de mi abuela, la marca del agua llegaba al metro ochenta de altura. Estaba mi hermana menor, mi prima y algunas personas más. Pregunté si a la abuela se la habían llevado en alguna de las ambulancias. Se la llevó la policía, me respondió mi hermana. A la morgue. Lloramos abrazados. Los héroes anónimos del barrio de mi abuela son Rodrigo, Marcelo, Leonardo y muchos pibes más. Ellos estuvieron toda la noche rescatando vecinos. Me contaron que mientras caminaban encontraron cuerpos debajo del agua. Que a un vecino lo encontraron a diez cuadras abrazado a un tacho de basura, muerto. Marcelo me dijo: lo siento, no llegué, no pude abrir la puerta. Lo abracé con amor. A él y a todos les agradezco profundamente. Serían las diez de la mañana del miércoles. Caminé hacia Tolosa. Todavía había agua, en algunos lugares a la altura de mis rodillas, en otros, me llegaba a la cintura. Luego caminé hacia el barrio de mi vieja. Vi a muchos amigos desconcertados. Estábamos tristes. Ese miércoles caminé más de cien cuadras. Todos se ocupaban en ayudar a todos. Volví al barrio de mi abuela. Me quedé en la casa de Juan y Laura ayudando en algo. Todo lo que hacía me parecía inútil. El jueves falté al trabajo. Mi abuela estaba en la morgue. Todo era un caos. En ese momento había 48 cuerpos, mi abuela estaba en el grupo de los 24 identificados. Hasta las tres de la tarde estuvimos despidiendo a mi abuela. Hicimos la ruta morgue-sepelio-cementerio. Lloré como un nene. Pasé por Tolosa, ayudé en lo que pude. Sacaba muebles y cosas a la calle. En la cuadra donde actualmente vivo no nos tapó el agua. Los obreros martillaban en una construcción vecina, como si nada hubiese pasado. El viernes tampoco fui a trabajar. No avisé. Ese día abracé a Leonardo. Le salvó la vida a Juan y a Laura. No sé cómo se agradecen esas cosas. Ayudé en el barrio de mi abuela. Me ayudaron muchísimo en la casa de mi abuela. Estaba con mis dos hermanas. La mayor había llegado el miércoles de Alberti. Pasó mucha gente ofreciendo cosas. Vinieron periodistas del noticiero de Telefé. Les dije que no queríamos nota, le pedí que no filmen la casa. Creo que no lo hicieron. Espero. Las horas fueron (son) de mudanza infinita. Juan, mi padrino, un italiano que vivió la segunda guerra mundial, estaba sentado mirando fotos mojadas. Me dijo, cuando tuvo fuerzas para hablar, que el escenario parecía de post guerra. No supe qué decirle. Por momentos la pasamos bien, haciendo. El mate iba de mano en mano. Comíamos algo al pasar. Se acercó el vecino de mi abuela. La noche del martes la fue a buscar, le dijo que la situación se estaba poniendo fea. Mi abuela le respondió que ella se iba a quedar en su casa. Murió ahí, dónde siempre quiso, donde murieron su hijo y su marido. Creo que la vieja soportó el agua, flacucha y débil como estaba se bancó el metro ochenta de inundación. La muerte llegó después. Entre sábado y domingo terminamos de ordenar y limpiar. Restará baldear una vez más. Hacer arreglos. La casa parece más grande, no es la casa que hace poco visité para saludar a la vieja. Ahora, reconozco las dimensiones que tenía en mi infancia: las paredes imposibles de trepar, el patio infinito que invita a correr, las ventanas abiertas como brazos que te alzan para llegar al techo. Las plantas, el galpón, el olor a tabaco, las cosas. Ahora la casa está vacía. Sin muebles, sin cigarrillos, sin mi abuela. GB

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