martes, 16 de abril de 2013

Las aguas bajan turbias: el capitalismo, el Estado y la derecha Por Ricardo Forster

Las aguas bajan turbias y arrastran, en su carrera desenfrenada, la vida y la muerte, el lodo y la basura, los sueños de miles y las pesadillas de muchos. Cuando los terribles efectos de la inundación golpean, como golpearon, la vida de una sociedad, son incontables las cosas que nos exigen que no desviemos nuestras miradas ni nos refugiemos en diferentes tipos de excusas o de experticias técnicas que, como siempre, suelen expresarse una vez que lo peor ya aconteció. La inundación, como la peste de Albert Camus, pone al descubierto el tejido profundo, lo dicho y lo no dicho desde y fuera del poder, lo que se hizo y lo que se dejó de hacer, la voluntad de avanzar y la desidia. Junto con la fuerza indómita del agua que es capaz de cambiar en un instante nuestras vidas, lo que emerge a la superficie sin que nadie lo haya siquiera previsto es, precisamente, la mezcla de espanto y solidaridad, de previsión e impericia, de honestidad y complicidades turbias, de sinceridades múltiples y de silencios autoexculpatorios. La inundación, como la peste, nos pone delante de lo mejor y de lo peor de una sociedad. Muestra sus mejores recursos y sus oscuridades. Simplemente nos pone delante del espejo en el que no podemos dejar de mirar una imagen, la nuestra, que se refleja con todas sus arrugas y sentimientos, con sus marcas y sus olvidos, con sus grandezas y sus canalladas. La inundación, como otros desastres naturales, no es, como ya resulta obvio, un simple gesto hostil de la naturaleza, aquello que nos toma de improviso porque no era siquiera imaginable. Siempre, claro, existe ese extraño juego de dados que puede sacudir la tierra bajo la forma de un terremoto o hacer volar pueblos enteros bajo el impacto arrasador de un huracán o de un tsunami. Hay lo inesperado, lo que nos sorprende y quiebra barreras y anticipos, tecnologías ultrasofisticadas que supuestamente nos deberían proteger contra esas fuerzas de la naturaleza y planificaciones capaces de atenuar el impacto desastroso. Hay, qué duda cabe, un plus que no se corresponde con cierta inclinación, muy de época, a exigir, como ciertas publicidades de objetos de consumo, que “vienen con satisfacción garantizada o se les devuelve el importe”, como si nada ni nadie pudiese interponerse entre nuestro deseo y la capacidad de satisfacción que el mercado siempre está dispuesto a ofrecernos. Con la ciencia y la tecnología sucede algo parecido: mitológicamente las hemos colocado, como sociedad de creyentes, en una atalaya desde la que deberían poder solucionarnos todos los problemas y todas nuestras necesidades. Cuando eso no ocurre, cuando se desbordan los diques de contención de nuestra credulidad pasiva, no sabemos cómo actuar ni qué pensar. Simplemente nos encontramos desnudos ante la cruda fuerza de aquello que no controlamos o, más complejo todavía, alcanzamos a vislumbrar que ni la ciencia ni la técnica son meras estructuras autónomas que no responden a ningún interés ni a ningún orden económico y/o ideológico-cultural, sino que también son construcciones sociales y, en muchos casos, responden a necesidades de un sistema que resulta antagónico al cuidado de la naturaleza y de los seres humanos. En los momentos de intemperie es cuando se alcanza a ver lo que antes, cuando el consumo viene con satisfacción garantizada, no se alcanza o no se quiere ver. Quiero decir: las últimas inundaciones, terribles, no son el resultado de algo puramente natural sino que vienen asociadas con lo peor del capitalismo y de la impericia, la desidia, la falta de escrúpulos de funcionarios o la simple negligencia nacida de negocios inmobiliarios sólo preocupados por la rentabilidad de unos pocos en detrimento de la calidad de vida de millones. La ciencia y la tecnología son imprescindibles, de eso no hay dudas, pero no pueden, como si fuera por arte de magia, solucionar todo ni impedir que, por distintas causas, se abalancen sobre nosotros las fuerzas de la naturaleza. A esos instrumentos decisivos hay que atravesarlos con las políticas adecuadas y, sobre todo, con una profunda mirada de lo social y de sus mecanismos capaces de anticipar, prevenir y paliar esos desastres naturales que amenazan con seguir reproduciéndose. Pero, como no podía ser de otro modo, cuando desastres de este alcance nos golpean, cuando las llagas permanecen abiertas y quedan al descubierto los males y las faltas, aparecen, como buitres, los discursos de la antipolítica, las voces, ya conocidas y siempre renovadas, de aquellos que le echan la culpa de todo al Estado, a su ineficiencia, a su ineptitud y, como es obvio, a la corrupción cancerosa que supuestamente lo corroe. Son los adoradores del mercado, los cultores del individualismo y los eternos críticos de cualquier intervención política sobre el deseo insaciable de ganancias de los grupos económicos que piensan la sociedad y la vida desde sus propios y exclusivos intereses. Son, también, los promotores mediáticos de un sentido común privatizado que denuncia la intervención pública como el peor de los males. Con ellos viene otro tipo de peste: la que se apresura a demoler los únicos instrumentos que tiene una sociedad para protegerse y que no se forjan en el interior de los intereses privados ni en el repiqueteo insistente y obsesivo del antiestatalismo que recorre a las derechas neoliberales. Para ellas, que en la última década fueron perdiendo la brutal hegemonía que ejercieron entre nosotros, las inundaciones aparecen como una oportunidad para reinstalar el discurso de la antipolítica y, si pueden, revivir a “doña Rosa” y su eterna cizaña neustadiana contra las iniciativas populares y los proyectos de reconstrucción del Estado y de lo público. Ellas, las derechas, son aves de rapiña que no dudan en aprovechar el horror y el dolor de las inundaciones para lanzar todo su veneno contra quienes siguen defendiendo la imperiosa necesidad de mejorar y ampliar al Estado y no, como alucinan desde la lógica de sus negocios, retroceder a la década del ’90 cuando la única palabra que se escuchaba era aquella que se sintetizaba en la frase “achicar el Estado es agrandar la Nación”, frase que anticipó la destrucción de los instrumentos fundamentales que tiene una sociedad para protegerse de las diversas formas de la depredación y del predominio absoluto del egoísmo de los poderosos. Ellas, las derechas, creen que allí donde las aguas bajan turbias se puede aprovechar la oportunidad para reinstalar una concepción que nos condujo –desde la dictadura militar hasta el menemismo y el delarruismo– a la mayor de las intemperies para las grandes mayorías populares. Creen que pueden instalar de nuevo, con el auspicio y la complicidad de la corporación mediática, el añorado modelo que destruyó, no bajo la forma de un desastre natural sino de la decisión consciente de hombres de carne y hueso, vidas, industrias, sueños, proyectos, historias y derechos en nombre de las sacrosantas leyes del mercado y de algo que supuestamente había llegado para quedarse definitivamente entre nosotros: la globalización del capital. Sienten nostalgia de ese tiempo en el que habían logrado capturar las conciencias de una gran parte de la sociedad, un tiempo que sólo puede regresar y reproducirse de la mano de una decisiva negación de la política y del Estado. Aprovechan las consecuencias terribles de las inundaciones para hacer repiquetear las campanas de una crítica perversa que elude enfrentarse a uno de los responsables principales de que la lluvia sea cada vez más dañina en nuestras ciudades: la especulación capitalista de la tierra y la ocupación indiscriminada y no planificada de zonas inundables sin que nadie ni nada, eso parece, pueda frenar esa avaricia del negocio inmobiliario que suele condenar a los más pobres a vivir en las zonas que, ante las primeras lluvias o crecientes, acabarán inundándose. Prefieren, como siempre, descargar toda la responsabilidad sobre un Estado, el nacional principalmente, que, en los últimos años, viene haciendo enormes esfuerzos, al girar la brújula de nuestras opciones ideológicas y políticas, por reconstruir lo que fue impiadosamente destruido por el neoliberalismo. Por eso su descomunal interés en aprovechar las muertes de Buenos Aires y de La Plata, como una plataforma de lanzamiento que las vuelva a catapultar al centro de la escena y al corazón de la opinión pública. Todos sus cañones mediáticos están disparando no sólo contra el Estado (fundamentalmente apuntando al gobierno nacional y buscando herir lo menos posible a Mauricio Macri e, incluso, a Scioli y a Bruera) sino, más perverso aún, contra los miles y miles de jóvenes militantes que se lanzaron, desde el primer día, con cuerpo y alma a todo tipo de tareas y de acciones para intentar paliar el terrible sufrimiento de sus conciudadanos más humildes. Quieren, utilizando los recursos de días aciagos para nuestra memoria, estigmatizar a esos jóvenes por tener inquietudes y militancia política. No importa que hoy sean de La Cámpora o del Evita, de Kolina o de Nuevo Encuentro, de la izquierda o radicales, igual que ayer, cuando en los años setenta también los jóvenes abrazaron distintas causas e ideales, descargan sus más soeces argumentos buscando desparramar la sospecha y el bacilo de la antipolítica. No pueden ni quieren aceptar que ante una tragedia como la que vivimos por la combinación de una lluvia torrencial y la falta de previsión, se hayan recreado los vínculos entre los jóvenes y una parte fundamental de nuestra sociedad que es, precisamente, la que más sufre la impunidad del mercado de la especulación inmobiliaria y las consecuencias, que todavía se sienten, de todo lo que se destruyó, a nivel del Estado, desde Martínez de Hoz hasta Cavallo. Saben que esos jóvenes comprometidos con ideas transformadoras, que han vuelto a sentir el llamado de la participación, constituyen el núcleo duro de la defensa de un proyecto que busca, con más aciertos que errores, reconstruir la vida dañada por el neoliberalismo. Saben que más militancia y participación se convierten en más democracia y en una mayor apertura hacia la realización de una sociedad más igualitaria. Le temen, como siempre, a esta ampliación de ciudadanía que viene de la mano de la inmensa solidaridad de miles y miles de jóvenes que han sabido escaparle a la trampa del individualismo. Por eso, hoy como ayer, la disputa es también por el lenguaje, por el sentido de las palabras y, claro, por la memoria. Una disputa que también, como no podía ser de otro modo, involucra a un proyecto, el del kirchnerismo, que se enfrenta a los límites del neodesarrollismo y que no puede dejar de reconocer los problemas de gestión que nacen de un Estado que requiere una mayor y más profunda transformación. De un proyecto que a lo largo de una década recuperó la capacidad de intervención del Estado y que redimensionó lo público pero que encuentra hondos problemas en una doble tenaza: por un lado, la de una dirigencia política territorial que piensa más en sus negocios y en su poder que en resolver los problemas estructurales y, por el otro, la de un modelo de desarrollo económico que se choca con una falta de planificación que tome en cuenta los enormes riesgos ambientales. Mucho de lo que se ha hecho desde mayo de 2003 exige, hoy, que su continuidad sea capaz de darles forma a nuevas maneras de enfrentar esos problemas que surgen como resultado del crecimiento económico pero también de la gigantesca especulación inmobiliaria. Es tiempo de construir más y mejor participación de la ciudadanía en políticas de prevención junto con un debate imprescindible que pueda encontrar los equilibrios entre la necesaria expansión productiva, los derechos a una vida digna de los más necesitados y el cuidado del ambiente. No es sencillo alcanzar estas metas porque la actualidad del capitalismo, en nuestro país y en el mundo, lleva en su interior una tremenda dosis de destrucción que sólo un Estado bien pertrechado y que sepa hacia dónde dirigir sus acciones puede alcanzar a controlar. Los riesgos, de todos modos, seguirán allí donde la actualidad de nuestras sociedades siguen en gran medida dominadas por las exigencias del mercado y del capital. Ir contracorriente supone ser capaces de revisar los costos del desarrollo sin abandonar las exigencias que emanan de una realidad económica y social que necesita seguir creando riqueza para distribuirla con mayor justicia. Mucho queda por hacer: regular el uso y la propiedad de la tierra, amplificar las políticas de prevención y participación popular, proteger el ambiente, planificar mejor nuestras ciudades y, sobre todo, hacer que el Estado llegue a donde debe llegar. 12/04/13 Tiempo Argentino GB

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