jueves, 25 de julio de 2013

El conjuro...

En el Tantra hay un capítulo completo dedicado a los diferentes perfumes que, aplicados en partes especiales del cuerpo, exaltan los sentidos e invitan al amor. El profeta Mahoma, hombre sobrio y santo, gustaba sin embargo de los perfumes y los recomendaba a sus mujeres. En la Biblia las esencias olorosas aparecen a menudo: He perfumado mi cámara Con mirra, áloe y canela. Ven, embriaguémonos de amores hasta la mañana, Hartémonos de amores. —Proverbios 7: 17-18 En Los cantos de Bilitis, el poeta y novelista Pierre Louÿs (1870-1925) escribe: Por la noche nos dejaron en una alta terraza blanca, desvanecidos entre las rosas. El sudor tibio nos fluía de las axilas como pesadas lágrimas, bañándonos el pecho. Un agobiador placer lujurioso sonrojaba nuestras cabezas inertes. Cuatro palomas cautivas, bañadas en cuatro perfumes diferentes, revoloteaban silenciosas sobre nosotros. Gotas de esencia caían de sus alas sobre las mujeres desnudas. Me corría por el cuerpo el olor de los lirios. ¡Ah, fatiga! Apoyé la mejilla sobre el vientre de una joven, refrescando su cuerpo con mi cabello húmedo. Mi boca entreabierta se embriagaba con el olor a azafrán de su piel. Lentamente ella cerró los muslos en torno a mi cuello. Lo que tal vez no sabía Louÿs es que los lirios (Iris pseudocorus) son venenosos y no conviene lamerlos de la piel amada. Si no tuviéramos tantos prejuicios e inhibiciones, el olor humano en su estado natural —y ¿por qué no? el de los zorrillos— se vendería embotellado, tal como intentan hacer con las feromonas. ¿A quién se le ocurrió la idea de los desodorantes vaginales? Es tan disparatado como pretender que los camarones huelan a lavanda y las callampas a incienso. Ciertamente no fue a Napoleón Bonaparte, quien en sus cartas rogaba a Josefina que no lavara sus partes íntimas en las semanas previas a su regreso del campo de batalla. Dice Casanova en sus Memorias que hay algo en la habitación de la mujer amada, emanaciones voluptuosas tan íntimas y balsámicas, que, puesto a elegir entre ese aroma y el cielo, el amante no vacilaría en escoger lo primero. El sentido del olfato está más desarrollado en las mujeres que en los hombres. Una madre es capaz de reconocer por el olor, con los ojos vendados, la ropa de su hijo entre la de veinte criaturas en una guardería infantil. En ellas el olfato está también más ligado al erotismo, sin embargo los varones son más vulnerables a esa arma infalible que es el olor femenino, tal como sucede entre casi todos los mamíferos. Ese aroma único y personal de una mujer es como una flecha certera que cruza el espacio apuntando al instinto más primitivo del hombre. En francés este sortilegio de fragancias que cada mujer emana se llama cassolette, palabra que otras lenguas han pedido prestada. En El cantar de los cantares, dice el rey Salomón a la Sulamita: Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos suaves, de flores de alheña y nardos; nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso, mirra y áloe, con todas las principales especias aromáticas. ¡Vaya cassolette el de esa señora! Las mujeres son más sensibles a la peculiar fragancia del cuerpo masculino cuando están ovulando y sus niveles de estrógeno son altos. El olor de la transpiración del hombre influye en los ciclos menstruales de su compañera de lecho; deduzco que tener las camas separadas no es buena idea. ¡Nada hay tan delicioso como el olor de un niño, ni tan excitante como el de un hombre joven! Bueno, a veces no importa la edad. A poco de conocerlo, Willie me invitó a bailar. Con tacones altos, mi nariz alcanza a la mitad de su esternón y no tuve dificultad en identificar su olor como la causa de aquellos golpes de tambor que sentía en las sienes. Terminó la música y yo no podía despegarme de su camisa, olisqueándolo como perro perdiguero. Este hombre inocente sostiene que lo nuestro fue un encuentro de almas... El olor masculino es más fuerte y directo que el de las mujeres, tal vez porque en general no está camuflado por perfumes, sino apenas mitigado por agua y jabón. En algunos cuentos árabes, los audaces aventureros que, arriesgando una muerte lenta, trepan los muros del palacio para seducir a las odaliscas de un harén ajeno, por lo general huelen a leche de camella o a dátiles. Y responde la Sulamita a Salomón: Sus mejillas como una era de especias aromáticas, como fragantes flores, sus labios, como lirios que a destilan mirra fragante. Eso me recuerda el olor de mis nietos. Así como el aroma del cuerpo es excitante, del mismo modo lo es el de la comida fresca y bien preparada. Los perfumes de la buena cocina no sólo nos hacen salivar, también nos hacen palpitar de un deseo que si no es erótico, se parece mucho. Cierre los ojos y trate de recordar la fragancia exacta de una sartén con aceite de oliva donde se fríen cebollas delicadas, nobles dientes de ajo, estoicos pimientos y tomates tiernos. Ahora imagine cómo cambia ese olor cuando deja caer en la sartén tres hebras de azafrán y enseguida un pescado fresco marinado en hierbas y finalmente un chorro de vino y el jugo de un limón... El resultado es tan estimulante como el más sensual de los efluvios y mil veces más que cualquier perfume de frasco. A veces, al evocar el aroma de un plato sabroso, la nostalgia y el placer me conmueven hasta las lágrimas. Vuelven a mi memoria el sol abrumador de Sevilla y una bandeja de cerámica azul sobre un muro rústico de adobe blanco, repleta de ciruelas maduras, algunas abiertas, ofreciéndose lánguidas a los apetitos de un moscardón amarillo, que se lanzaba en picada en esa pulpa indecente. Sevilla es para mí la fragancia dulzona de aquellas ciruelas y de los jazmines que al atardecer llenan el aire de deseos. ... Desde entonces la tierra, el so/, la nieve, las rachas de la lluvia, en octubre en los caminos, todo, la luz, el agua, dejaron en mi memoria olor y transparencia de ciruela: La vida ovaló en una copa su claridad, su sombra, su frescura. ¡Oh beso de la boca en la ciruela, dientes y labios llenos del ámbar oloroso, de la líquida luz de la ciruela! Fragmento de Oda a la ciruela, de Pablo Neruda [De Cuentos, Recetas y Otros Afrodisíacos]

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