sábado, 31 de agosto de 2013

Una verdadera galería de la infamia policial Por Ricardo Ragendorfer

El legado del ex senador duhaldista Horacio Román es insoslayable, pese a su capacidad de mimetizarse en el anonimato del retiro. Espíritu de cuerpo. En esas tres palabras está la clave del martirio padecido por Fabián Gorosito, de 22 años, quien incurrió en un terrible pecado: intimar nada menos que con la esposa del oficial Adrián Giménez, de la comisaría 6ª de Merlo. Tanto es así que durante la madrugada del 15 de agosto de 2010 fue secuestrado por efectivos de dicha seccional, tras una pesquisa que incluyó la detención con torturas de tres amigos suyos para dar con su paradero. Horas después, su cadáver apareció en un descampado. Al respecto, el Tribunal Oral Nº 5 de Morón –integrado por Angélica Parera, Carlos Thompson y Susana de Carlo– acaba de absolver a los once policías bonaerenses –entre ellos, el propio Giménez– acusados por el crimen. Espíritu de cuerpo. Lo cierto es que Morón es un verdadero santuario en la materia. En este punto, el legado del ex senador duhaldista Horacio Román resulta insoslayable. Y ello, pese a su capacidad de mimetizarse en el anonimato del retiro. En su edición del 30 de agosto de 2012, el diario Clarín le dedicó a la inseguridad un impactante artículo firmado por Liliana Caruso. Su título: "Pesadilla en San Miguel: le robaron 10 veces en un año". Del protagonista sólo había una breve referencia: "Es dueño de dos tiendas en el centro de la ciudad." Y su nombre se perdía entre los pliegues del drama estadístico que lo perturbaba. "Estoy harto y tengo miedo", soltó de entrada. Era un anciano con mirada triste que posó en la foto junto a los retratos enmarcados de sus nietos. Costaba reconocer en ese rostro doliente al mismísimo Román, quien por dos décadas fue el más influyente lobbista entre la Maldita Policía y el resto del mundo. Román, a quien los uniformados llamaban "El Zorro" y los jueces "El Monje Negro", supo ejercer un férreo control sobre las estructuras policiales asentadas en Morón, su patria chica, y en otras regionales del Gran Buenos Aires. A la vez, manejaba a su antojo el Departamento Judicial de Morón, extendiendo su influencia a juzgados y fiscalías de la zona oeste. Incluso, en La Plata había magistrados que le reportaban. En resumidas cuentas, se lo consideraba el jefe en las sombras de la Bonaerense y también un poderoso "patrón" de la justicia provincial. Un liderazgo que –según se decía– alimentaba con la recaudación mensual de 4 millones de pesos que él mismo distribuía entre comisarios y jueces. En el plano institucional, fue el encargado de negociar las posiciones policiales ante el Poder Ejecutivo de turno. Los "Patas Negras" –tal como en la Federal se les llama a los de la Bonaerense– confiaban en él, mientras magistrados y fiscales le obedecían a pies juntillas. De hecho, fue precisamente Román quien impulsó el nombramiento de los jueces Parera, Thompson y De Carlo. Quizás, sin la semilla que él supo sembrar, la pesquisa por el asesinato de la niña Candela Sol Rodríguez –ocurrido a un lustro de su retiro– hubiera tenido un epílogo diferente. Ya se sabe que aquel caso derivó en el fraude procesal más escandaloso de los últimos tiempos. Una pesquisa prolijamente cincelada con datos ficticios, testigos falsos, pruebas plantadas y el arresto de personas inocentes. Una puesta en escena cuyo gran digitador no fue otro que el fiscal general de Morón, Federico Nieva Woodgate, otro de los grandes animadores de los usos y costumbres del citado enclave judicial. Sobre la calaña de aquel individuo, nada mejor que una vieja historia: en 1977, un joven juez de Lomas de Zamora propició el asesinato del militante montonero Ángel Georgiadis, alojado en la Unidad 9, de La Plata, al autorizar su traslado al Regimiento 7 de Infantería para ser interrogado. Lo hizo a sabiendas de que otros rehenes del régimen no habían sobrevivido a ese mismo tránsito. Quizás por ello, tampoco se sorprendió al ser notificado de su presunto "suicidio". Y, sin más, dio por concluido el caso. No fue su único servicio al terrorismo de Estado. Aquel juez era nada menos que Nieva Woodgate. Por ese añejo episodio, el fiscal general ahora se encuentra en los umbrales del juicio político. En su descargo, tal vez dirá que le había tocado un tiempo difícil: nombrado juez de menores por el gobierno de Onganía, pasó en 1976 al Juzgado Nº 4 de Lomas. Permaneció allí por dos años, hasta ser designado fiscal de Cámara en Morón. Su carrera, entonces, fue meteórica y, ya en los '90, accedió al cargo de fiscal general. Es probable que, tras tantos años, guarde un recuerdo borroso del caso Georgiadis, y que quizás desvíe su responsabilidad hacia el juez Leopoldo Russo.Es que la víctima, quien había sido detenida a mediados de 1975, estaba a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y bajo custodia de ambos magistrados. Russo, en 2002, luego de ser indagado por el fiscal Félix Crous en una audiencia del Juicio por la Verdad, salió de la sala visiblemente ofuscado y, en la escalinata de los tribunales de La Plata, lo fulminó un infarto. En tanto, Nievas Woodgate seguía al frente de la fiscalía general de Morón, como si el pasado no lo pudiera alcanzar. Sin embargo, años después, otra añeja mácula se le cruzó con el destino: su rol en la desaparición de Armando Fiorito y su esposa, María Elena Peter, ocurrida en 1978. Ella trabajaba en el juzgado que estaba justo frente a su despacho. Y el azar quiso que fuera él quien debía instruir la denuncia por el secuestro. Nieva Woodgate no tardó en archivar las actuaciones. Debido a esta cuestión, es investigado desde octubre de 2011 por el juez federal Norberto Oyarbide. Por entonces, él estaba muy atareado con el caso Candela. En la actualidad, aún continúa en funciones. Con la impronta de personajes como Román y él, no resulta extraño que los integrantes del Tribunal Oral Nº 5 de Morón hayan entrado por derecho propio en la galería de la infamia judicial. Infonews

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