lunes, 27 de enero de 2014

El ciclo histórico de Gelman

Por Horacio González. Director de la Biblioteca Nacional
cultura@miradasalsur.com

La batalla cultural:“Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez” Bernardo de Monteagudo

¿Dónde está la politicidad de Gelman? No es difícil encontrarla mencionada en la gran cantidad de reseñas y remembranzas que se publicaron en estos últimos días. Pero la facilidad es traicionera. Nos quedamos con un poderoso manojo de nombres, Partido Comunista, FAR, Montoneros. Palabras rotundas, dejan oír un tañido macizo, que queda vibrando con un poco de aturdimiento durante algunos segundos, si no somos de los que aún no decidimos aquietar definitivamente esos repiques. Los días de duelo oficial cierran un arco tenso. No es posible que no nos demos cuenta de que ahí hay una curva o una comba grávida, que se inicia con el prólogo de González Tuñón, intentando buscarle o problematizarle una tradición a Gelman, ya en 1956. Salta en ese prólogo el nombre de Paul Eluard, no falta Celedonio Flores, se filtra un Juan L. Ortiz, en el que Tuñón ve un filón rilkeano, como otros lo vieron mallarmeano. Un poeta es lo que nos permite ver otro poeta hasta el hartazgo, el exceso o la arbitraria relación. Si se empieza con el legado tuñonesco, sabemos perfectamente que ha ocurrido una tragedia innombrable en el medio, que concluye con la recusación que hace Oscar del Barco no de la poesía de Gelman, sino de la propia navegación política del poeta, que siempre se hizo con una enorme fuerza elusiva en sus poemas, y una explicitación que cuando surge directa, de inmediato se diluye en una acción inocente. Ejemplifico con Incompletamente, escrito en México en 1995. “Ahí va el dolor de la conciencia / acostadita sola al sol”.

En Oscar del Barco, sus últimos jugos líricos, que tienen una refinadísima truculencia (Las campanas no tienen paz), son el fruto de una gran conmoción personal que en sus inicios como escritor solo dejaba percibir el manejo acabado y firme de las lecturas del primer Marx, como haría un profesor encumbrado que sabe hacer resonar su marxismo vivo en la crítica de Kant o la fenomenología de Hegel. Le ocurrió en el medio del camino una conmoción sagrada, que lo llevó a la autopunición de la que ahora sale una enigmática poética, y a condenar a Gelman por proseguir rodeando de confidencias poéticas los nombres fuertes del medio siglo pasado envuelto en la sangre de los sacrificados. ¿Por qué Oscar condena a Juan en su deseo de lo justo, y deja así que en lo justo se cuele lo injusto? Hay una cuestión poética en el medio, aunque solo parezca una disidencia política. Gelman poeta tropieza con un hablar público que enseguida se refugia en un ensimismamiento, y la materia dura del mundo es ablandada continuamente por intermedio de un uso melancólico del lenguaje, donde el tiempo pasa sin que nos demos cuenta y devora partes de sintaxis, usurpa formas verbales, pone diminutivos cómplices y se distrae en deliberadas brusquedades que parecen formas tímidas de cortar ternuras, convocatorias amorosas o gracias eróticas.

En cambio, Oscar no da por sentado que hay lenguaje, sino que su poética es un interrogante desesperado por saber cómo comenzó el lenguaje. Esta disidencia fundamental ocurrida en el mismo ciclo histórico del país, que se escribe con cánones que se estiran en tanto esperanza revolucionaria, y luego desgarramiento horroroso, exilio y autorreflexión poética sobre la culpa, se deslizó como consecuencia secundaria en términos de una injusta crítica a Gelman, así como era insondablemente justo el grito de angustia personal sobre un pacto entre la decisión revolucionaria y la culpa teológica.

En Gelman, los desgarramientos tienen también la condición del creyente que pregunta por qué Dios lo ha abandonado, pero encuentra pequeños milagros en todos sus caminos, y las metamorfosis entre santidades, pájaros, erotismos, memorias amorosas, caballos, que se suceden en medios de desplazamientos que no parecen obedecer sino a una hecatombe del lenguaje de la cual la esperanza vive eternamente uniendo piecitas de una frase definitivamente perdida. Solo resta esparcir pero no olvidar los restos de una continuidad al parecer extinguida. No se ha querido reemplazar todo eso por un giro hacia otra posibilidad de vida, no se procedió a la condena voluntaria y expiatoria de lo que se fue, de los textos que se escribieron, imponiéndose la cancelación mística que hice de ellos. Oscar fue cancelatorio y buscó otros arcanos en la lengua. Gelman fue insistente, ahondó desde su primer “el pájaro vivía en mí” hasta el final, diciendo que “en las categorías de los actos, los canarios nunca se posan y la beatitud que las envuelve se parece a un tiro en la sien”.

No hay en ninguno de ellos otra cosa que una diferente actitud, contrapuesta totalmente, hacia los compromisos políticos pasados. Quien los quería ver, esos compromisos permanecían en “estado de reflexión poética” en Juan y solo eran mencionados por Oscar para descubrir un albergue del mal en el que sin saber habitaban, y optó por encontrarlo en su propia voz, produjo la mutación en el acto de la escritura, y avizoró a Juan como quien no había encarado ese proceso expiatorio. Pero Gelman no lo hizo ni lo debía hacer porque todo lo encandilaba en su propio espíritu ambulatorio y expatriado. En su propia calidad de desterrado universal, que en verdad la tenía desde siempre, y apenas se nota su delicada exacerbación en sus poesías posteriores a los ’80, donde hay nombres, palabras alusivas, circunstancias fácilmente ubicables, pero que pronto se hacen evanescentes en una poética con fraseos como “el trabajo del aire es conocer la muerte”.

Soy amigo de Oscar; intercambié en los últimos años apenas unas pocas palabras con Juan. Me veo en la obligación de ver ese último itinerario testimonial bien conocido como protegido de por sí de cualquier crítica. Y veo la crítica de Oscar como la introducción del problema Gelman en lo que es irresoluble de su propio yo, como lo sería del de Juan o de cualquier otro. En el negarnos en nuestro sí mismo abolido seguimos siendo de otra manera esa misma abolición.

Un poeta joven que leo con gusto, Martín Rodríguez, escribió en la revista Ñ que “un día Gelman visitó a Kirchner durante su primera presidencia, le regaló un libro, Violín y otras cuestiones, un libro que seguramente Kirchner no leyó pero estaba dicho y leído entre esos dos hombres: el presidente de las ‘doscientas palabras’ (tal como lo llamó Elisa Carrió) hizo el programa de ideas de la poesía política de Gelman”. La frase, sacándole la innecesaria mordacidad, es atrevida y lo suficientemente excedida como para que guarde una pizca de verdad. Desde luego, se reserva aires de corte generacional. No los ignoro, no me atemorizan, ni los repruebo. Mucho más interesa reflexionar sobre las enormes consecuencias que la agudeza de este poeta al que se le deben escritos festejables, como “Maternidad Sardá” o “Paraguay”, pues si la frase está destinada a señalar a un “poeta oficial”, es una tontería que podría confundir a algún desprevenido, pero si es un pequeña apuesta enigmática sobre la forma de sobrevivencia del orden poético, acierta por el doble costado –diría Gelman– de llamar la atención sobre el ciclo político argentino, aunque su tema no sea ése, pero sí lo sea su respirar profundo, y de alertar sobre lo que la política seguramente no suele saber y hace bien en ausentarse de allí, esto es, hasta donde sus propósitos desconocidos e inhibidos de palabras se evidencian fugazmente en encuentros personales. Es estremecedor pensar que los encuentros políticos de Borges con dignatarios y autoridades pudieron obedecer a este mismo tipo de reflejo, pero lo impide la propia oposición a estas reducciones historicistas que resguardan a la propia poética de Borges. Pero en Gelman es posible pensarlo, porque pasó por los nombres de acero de la política nacional –como disidente, sí, pero pasó por ellos– y todos sus pasos, incluso su poesía, recordaban eso. Los recordaba de una manera poética, los aludía, los fijaba en un lugar del espacio, y se evaporaba en tenues ilusiones idiomáticas sin que se pierda su imaginado sentido, como en “Rincones”, dedicado a Horacio Verbistky, en 2009. “Mojan su tejido de miedo con una repetición que es punto de vacío”.

Todo esto, aunque parece mentira, se parece al procedimiento de Fogwill en “El bronce de Huidobro” y en tantos otros poemas más: la fusión de los nombres en la materia. Pero en Fogwill esto es todavía más radical, sin ser político, basándose en un episodio banal de robos de placas de bronce y estatuillas de plaza. El bronce de Huidobro se funde junto a picaportes, cañerías, fragmentos de desguaces navales, y la forma de su cuerpo burbujea en vapores metálicos y una caldera clandestina. “Solo él hubiera podido celebrarlo con una frase.” Gelman no necesitaba dar ese paso hacia la disolución de la materia en la materia, pero no era tan diferente lo que le llamaba la atención, el horror o el amor, puestos en espacios desplazados, repentinamente privados de literalidad.

Por eso Gelman no es el poeta oficial pero no deja de significar en su presencia –que es suma de destierros y de metáforas perdidas de un extraviado idioma político–, un signo de cómo son las épocas, qué extrañas continuidades poseen, a qué fracasos están expuestas, y qué formas de inesperado resurgimiento se reservan. Pero terminemos esta nota con un toque de campana triste, tirando a aciago. Hace una semana, en dos diarios nacionales salió el mismo artículo de un personaje inquisitorial, tomando el profundo drama poético político argentino alrededor de la carta de Del Barco, como probatoria de una denuncia hacia Gelman. No vale la pena más que una sucinta mención de esta penosa mezquindad. Para que esta discusión exista, hay que leer no como fiscal curialesco la obra de Gelman, y también la de Del Barco, sino atisbar las rupturas poéticas, todo lo legítimas que se quieran, que también están obligadas a vivir su propio ciclo donde, en un punto del cosmos, la palabra a veces hermética del poeta brilla de significación junto al lenguaje que parece escueto del político. Hay momentos para esos cruces, y épocas enteras que se abren o parpadean en sus mandatos sin saber demasiado qué cosa esos cruces significaron.

26/01/14 Miradas al Sur
 



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