domingo, 26 de enero de 2014

El terror estatal antes del 24 de marzo de 1976

Incubadora de violencia
La “orden reservada” del Consejo Superior Justicialista para los delegados del Movimiento del 1° de octubre de 1973 –y que, a raíz de una filtración de la reunión secreta en que se dio, se publicó en los diarios La Opinión y Crónica al día siguiente– no sólo aporta una prueba documental que conecta con la represión estatal las acciones de las bandas parapoliciales que sembraron el terror antes del golpe del 24 de marzo de 1976 sino que muestra que tenían un objetivo claramente definido: acabar con la llamada “heterodoxia marxista”, esto es, un sector de la población. Asimismo, el documento asimila los intereses del Movimiento Nacional Justicialista en el gobierno con los del propio Estado. Esta utilización del aparato estatal en la represión de un sector de la población por el hecho de no compartir la ideología del gobierno permite calificar a los crímenes cometidos por esos grupos parapoliciales como delitos de lesa humanidad.
La importancia de los personajes que participaron de esa reunión secreta no deja dudas de que la “orden reservada” bajó desde la más alta jerarquía del Estado. Allí estaban el presidente electo Juan Domingo Perón; el presidente interino en ejercicio, Raúl Lastiri, y varios ministros del gabinete nacional. Según La Opinión del 2 de octubre de 1973, el lector del documento fue el senador justicialista José Humberto Martiarena. Luego de la filtración, el gobierno negó durante tres días la existencia de esa “orden” hasta que la evidencia no le dejó otra opción que reconocerla.
La investigación del historiador de la Universidad de General Sarmiento Hernán José Merele –que se presenta en estas páginas– sobre el asesinato del abogado y militante del peronismo revolucionario Antonio Tito Deleroni y de su compañera, Nélida Chiche Arana, perpetrados el 27 de noviembre de 1973, demuestra que ese atentado fue uno de los primeros consumados como acción terrorista del Estado en el marco de esa “orden reservada”. Fue realizado en una zona “liberada” por la policía bonaerense y la detención de uno de sus autores se debió solamente al accionar de un desprevenido policía federal que fue testigo del hecho. El resto huyó sin problemas. Al ser capturado, el autor material de las muertes, Julio Ricardo Villanueva, se identificó como un “depurador”, es decir, un integrante de los grupos encargados de la “depuración ideológica” del Movimiento a la que alude la orden reservada. Las actuaciones del caso desaparecieron rápidamente, tanto de la comisaría en cuya jurisdicción se perpetraron los crímenes como del juzgado encargado de la instrucción.
Pocos meses después de este doble crimen, la Alianza Anticomunista Argentina (AAA o Triple A) asesinaría al diputado del peronismo revolucionario Rodolfo Ortega Peña, mientras que la banda parapolicial de la Concentración Nacional Universitaria platense (CNU), capitaneada por Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio, perpetraría en una sola noche un raid que tuvo cuatro víctimas: el dirigente sindical Carlos Ennio Pierini, el referente histórico de la resistencia peronista en La Plata Horacio Chávez, su hijo Rolando, y el docente universitario Luis Macor. Al mismo tiempo, la CNU marplatense, el Comando Libertadores de América en Córdoba, y el Comando Pío IX en Salta, Tucumán y otras provincias argentinas, realizaban acciones de similares características, iniciando una escalada de terror que ya no se detendría. En el resto del país también comenzaron a actuar, con igual modus operandi, patotas integradas por culatas sindicales y policías. Los “blancos” del accionar de todos estos grupos paraestatales eran los mismos: estudiantes y docentes identificados con la izquierda o el peronismo revolucionario, dirigentes sindicales combativos y disidentes dentro del justicialismo. Las calles quedaban sembradas de cuerpos acribillados con un objetivo que iba más allá de eliminar al “blanco” elegido: sembrar el terror entre la población. Esa “política” para el tratamiento de los cuerpos de las víctimas sólo cambiaría con la llegada de la dictadura, que instalaría su desaparición.
La investigación de Miradas al Sur sobre la Concentración Nacional Universitaria reveló que a partir de octubre de 1975 –es decir, dos años después de aquella “orden reservada” del Consejo Superior Justicialista– todos estos grupos pasarían a operar bajo las órdenes del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército. Después del 24 de marzo de 1976, la mayoría de sus integrantes se sumarían a los grupos de tareas de la represión dictatorial.
Recuperada la democracia a fines de 1983, la magnitud de las atrocidades cometidas por los grupos de tareas militares durante la dictadura dejó fuera de foco otros aspectos del terrorismo de Estado en la Argentina. Tuvieron que pasar más de dos décadas para que la Justicia prestara atención a la participación civil en el aparato dictatorial y muchos más para que se empezaran a investigar los delitos de lesa humanidad perpetrados por un terrorismo de Estado preexistente al golpe del 24 de marzo.
A casi cuarenta años de ocurridos los hechos, resulta insoslayable el cúmulo de pruebas que ponen en evidencia que el terrorismo de Estado ejercido por la dictadura no surgió de un día para el otro sino que fue la continuidad –en una etapa que podría calificarse de superior– de un terrorismo estatal ya instalado desde la masacre de Ezeiza y promovido en adelante por los gobiernos previos al 24 de marzo de 1976. La lentitud por investigarlos y llevar a sus responsables a la Justicia es una deuda que la democracia mantiene con las víctimas y con el conjunto de la sociedad argentina.

MIRADAS AL SUR

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