jueves, 24 de noviembre de 2016

Por: Alejandra Dandan

Las audiencias de los juicios por delitos de lesa humanidad son grandes rompecabezas. Durante las últimas semanas los sobrevivientes del centro clandestino del Atlético hablaron de una foto de casamiento que los represores mostraron en la sala de torturas. Era el casamiento de Alberto Rubén Gildengers y Elsa Liliana Ortega. Entre los invitados había un grupo de militantes de la JUP de Medicina que los represores luego secuestrarían. En su declaración, hace unos días, Alberto contó su ingreso al centro clandestino y su salida, un mes después, obligado a usar el mismo traje de casamiento con 25 kilos menos de peso, logró correr a la casa de sus suegros a refugiarse, aterrado, durante los siguientes seis meses. Allí estaba también su compañera, que había salido del campo poco antes. Y comenzó a ver en la casa a un represor del Atlético, a partir de entonces encargado de su control externo y el de su esposa. Con aquel hombre, su compañera luego entabló una relación a largo plazo y se casó.
Elsa Liliana Ortega entró ayer a la sala de audiencias de Comodoro Py para declarar ante el Tribunal Oral Federal 2. Los jueces ya no la esperaban, porque no había respondido la citación. Pero de pronto estuvo ahí. ¿Jura decir la verdad?, le preguntó el presidente del tribunal. Liliana comenzó a hablar de una parte de su historia. “Me secuestraron el 13 de abril de 1977. Me llevaron desde mi domicilio, vivíamos en un departamento de Chacarita sobre la calle Fraga. Irrumpieron en mi casa, tiraron la puerta abajo, e inmediatamente me vendaron y me envolvieron en una sábana o algo parecido. Me bajan en ascensor y luego me encuentro en el piso de un auto, es lo último que recuerdo porque en ese momento perdí la conciencia.”
Cuando se recuperó, caminaba por un pasillo en un lugar del que lo único que recuerda es haber bajado una escalera. Le ofrecieron comida, pero no quiso. La llevaron a un calabozo donde estuvo con los ojos vendados. Mencionó una pared. Y haberse encontrado con Alberto. “Me contó que lo habían secuestrado saliendo del trabajo con un compañero que se pegó un susto bárbaro pero al que después soltaron. Los dos trabajábamos en una dependencia de la Caja de Ahorro.” Estudiaban Medicina y militaban en la JUP. Liliana tenía 20 años. 
“Para la época de nuestro secuestro, estábamos en realidad bastante alejados de la organización”, dijo ella. “De alguna manera, con la represión tan fuerte, ya no nos veníamos con nadie. No teníamos contacto. Era peligrosísimo. Sólo nos veíamos con algunos, cada tanto, para decirnos: estamos con vida.” 
¿Recuerda nombres de sus compañeros?, preguntó la fiscal Gabriela Sosti. “No los conocía por los nombres”, dijo ella. ¿Apodos? No recuerdo, explicó. Mencionó unos pocos: Gabriela, Juan Manuel, Alejo. ¿Cuánto tiempo permaneció secuestrada? Una semana, del 13 al 20 de abril.
Liliana describió algo del encierro. “Me preguntaban si conocía gente. Me interrogaron. Yo siempre estaba vendada, siempre les decía que no conocía nombres ni apellidos. Los interrogatorios siempre fueron verbales, no hubo tormentos, aunque era un tormento estar ahí.”
–¿Además de Alberto, vio a alguna otra persona?
–No vi a nadie. Todo el tiempo me decían: no te saques la venda. 
La fiscalía preguntó por nombres o apodos de los represores, pero las respuestas fueron las mismas. Que había un grupo que se hacía pasar por buena gente y le decía que querían ayudarla. Sólo recordó a alguien llamado Juan. 
–¿Cómo salió? –quiso saber la fiscal.
–Me llevaron en auto. Me dejaron vendada a dos cuadras de la casa de mis padres, que estaban desesperados. Habían presentado habeas corpus durante esa semana. Me soltaron y me dijeron que me quedara ahí, que no entrara en contacto con mis compañeros y que me alejara de ellos. Que hiciera mi vida y no me metiera en nada que tenga que ver con la militancia.
En el Atlético los represores celebraban al nazismo y aún se investigan las distintas formas de violencia sobre las mujeres. A Liliana le pusieron una persona a cargo de los controles externos para su salida, con quien tomó contacto una semana más tarde. Durante la audiencia, habló de esa relación. 
“Cuando salió Alberto estaba igual que yo: asustado y abatido –contó–. Físicamente bien, pero emocionalmente muy golpeado. Todo ese año estuvimos mal. Nos separamos. Con el tiempo, él retomó los estudios, se fue a vivir a un pueblo del sur. Más tarde yo terminé la carrera. Volví a establecer un vínculo con una persona de las fuerzas de seguridad que me pusieron para controlarme cuando salí.” 
Los controles eran una vez por semana. “Querían saber si estaba todo bien. Esa persona fue después mi marido. Ariel Darío Pituelli y es el papá de mis hijos. Es la persona que me asignaron, a la que yo conocí una semana después de mi liberación. Me llamó por teléfono y nos encontramos en varias oportunidades. Primero nos veíamos una vez por semana, luego iniciamos un vínculo, nos casamos bastante tiempo después. Ahora llevo doce años divorciada.” 
La primera vez que lo vio, Pituelli le dijo que lo llamara Gustavo. También debía controlar a Alberto, que continuó aterrado durante meses, sin documentos, en un país donde los jóvenes salían con documentos hasta para ir al kiosco de la esquina, contó semanas atrás. Al menos en parte, la dinámica de las citas de control pudo reconstruirse en la audiencia. Liliana contó que en ocasiones había encuentros en bares de Once o Boedo. Alberto había dicho que en uno de esos bares, Pituelli pidió que pasaran música alemana. También concurrió a la casa de los padres de Liliana. Ese fue el lugar donde Alberto lo reconoció por primera vez: Pituelli era una de las personas que lo había interrogado dentro del campo contra una pared. Pituelli fue además la persona que, ya liberado, le devolvió su documento. Y de quien supo su nombre cuando su suegra se lo dijo indignada por la relación que parecía iniciarse con su hija. Usaba jean, camisa y campera. A veces concurría a los controles en compañía de otra persona. Liliana explicó que para los años ‘70 él había empezado a estudiar Ingeniería, sabía informática y que, en el contexto de un primer matrimonio, ingresó a un sector de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Durante las salidas de control, Pituelli usaba un Citröen. Alberto contó que, en una ocasión, mientras manejaba, sacó una pistola y le dio una bala: “Tomá te la doy en la mano –le dijo–, pero acordate que podría haber estado en tu cabeza.”
–¿Cree que Pituelli estuvo en el campo?
–No lo vi. Pero pertenecía al grupo donde estuve y desde donde salió su trabajo de contactarme –explicó la mujer ante otra pregunta de la fiscal. 
–¿Volvió a ver a las personas que alguna vez vio con él?
–Sus compañeros no aparecieron más –dijo ella–. Además, Ariel dejó de estar muy conectado, quedó apuntado por el vínculo con una ex detenida. De algún modo dejaron de confiar en él. Dejó de ir asiduamente, buscó otro trabajo. 
–¿Fue amenazada?
–Nunca. Al contrario. 
El nombre de Pituelli apareció por primera vez en la causa por los crímenes del circuito Atlético, Banco y Olimpo hace seis años. Los sobrevivientes lo ubicaron entre los represores del centro clandestino en la investigación que lleva adelante el juez Daniel Rafecas. Con el tiempo, la causa obtuvo el testimonio de Alberto y sus legajos. Rafecas se opuso a detenerlo sólo con el testimonio de Alberto. Ayer, cuando Liliana dejó la sala, la fiscal Gabriela Sosti solicitó a los jueces que instrumenten lo necesario para la detención de Pituelli. “No hace falta explicar los motivos –aclaró–, porque acaban de ser corroboradas nuevamente las razones y su desempeño dentro del centro clandestino.” El pedido dejó sin habla a los que estaban alrededor. Las querellas adhirieron. Los jueces preguntaron a los defensores si tenían algo para decir: sólo atinaron a plantear que habría que extraer los testimonios para enviar la prueba a instrucción. 

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