martes, 26 de diciembre de 2017

24 de diciembre de 2017 Opinión Violencias

Imagen: Leandro Teysseire
“La injusticia en cualquier parte es una 
amenaza a la justicia de cualquiera.” 
Martin Luther King
Una mirada histórica nos obliga a no contemplar los acontecimientos sociales como mero fruto del azar o de coincidencias circunstanciales. Sobre todo cuando se acumulan hechos que tienen un mismo patrón que los traspasa. La sociedad argentina está sembrada hoy por diferentes tipos de violencias que, pese a las distintas características y situaciones en las que se escenifican, terminan constituyendo un dato por demás preocupante para la paz social.
Las autoridades del gobierno de Cambiemos han subrayado en los últimos días –precisamente cuando las imágenes de televisión que se atrevieron a mostrar la realidad de los hechos rebosaban de episodios violentos en las calles de Buenos Aires– que “la paz social está garantizada”. Lo dijo el Jefe de Gabinete y lo sostiene el “mejor equipo de los últimos cincuenta años”. Sin embargo, el mismo gobierno toma medidas, despliega fuerzas de seguridad y realiza operativos que no tienen por propósito investigar ni prevenir, sino corroborar y certificar ante la audiencia mediática cautiva las condenas anticipadas por el relato oficial. A ello se suma el ejercicio desmedido de la fuerza por parte del Estado, actuando de manera desproporcionada y profesionalmente inhábil, para reprimir en lugar de contener los reclamos sociales. Se pretende equiparar la responsabilidad, la fuerza y la actuación del Estado con la protesta de los ciudadanos. Para justificar lo realizado por el aparato represivo a su cargo Macri lo simplifica diciendo, con una copa en la mano mientras brinda, que “una piedra puede matar a una persona” y que aquel “que tira una piedra está dispuesto a matar”. Una expresión del perfil ideológico de Cambiemos carente de sustento real pero destinada a reforzar el argumento de “volver a la normalidad” que, para los operadores del actual gobierno, se traduce en reducción de derechos para los sectores más vulnerados. 
Son manifestaciones del Presidente que están en concordancia con conocidos dichos de la ministra Patricia Bullrich y que tienen el inocultable propósito de legitimar el accionar de las fuerzas de seguridad más allá de las atribuciones y los límites legales. Es una forma de apelar también a resabios autoritarios presentes en la cultura argentina y que afloran peligrosamente en la cotidianeidad.
Detallemos breves historias que se agregan a las muchas ya difundidas a pesar del silenciamiento mediático y que sumadas pueden dar cuenta de la dimensión de lo que estamos señalando.
En este caso se trata de hechos narrados por testigos presenciales cuyas identidades se reservan por obvias razones. Apenas una semana atrás un policía perseguía, arma en mano, a un joven por los pasillos internos de la villa La Cava, partido de San Isidro. A pesar de haber hecho varios disparos dirigidos a quien huía el agente no logró detener ni herir a la persona que escapaba. Frustrado en su propósito el policía exclamó en voz alta, perfectamente audible para los vecinos: “¡Qué lástima! Quería llevarme un muerto para esta Navidad”. Otro episodio. Días pasados y en diálogo con colegas un agente del Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires se alegraba porque “este gobierno nos devolvió la dignidad y la identidad, porque nos da instrucción militar y nos libera las manos para actuar”. Tercer hecho. Durante la represión en la Plaza de los Dos Congresos, varios integrantes de la Gendarmería amenazaron a los detenidos usando la misma frase amenazante, casi convertida en eslogan: “te vamos a hacer desaparecer”.
Es violento tirar piedras en una manifestación callejera. No lo es menos usar el Poder Judicial como fuerza de choque para encarcelar sin juicio y sin fundamentos sólidos a dirigentes políticos opositores por el solo hecho de su posicionamiento ideológico. Sobre todo porque el Poder Judicial –que no es la Justicia– utiliza muy distinta vara para evaluar situaciones análogas imputables a personas enroladas en el oficialismo. Con motivos más que suficientes organismos internacionales que monitorean la vigencia de los derechos humanos han puesto a la Argentina en el centro de sus preocupaciones. Porque existen presos por razones políticas, porque se cometen violaciones de todo tipo y porque, el Estado y el gobierno como responsable directo de su administración, niegan sistemáticamente que ello ocurra y hacen oídos sordos a los requerimientos que se le hacen.
No es violento protestar en las calles mediante cacerolazos espontáneos. No lo es ahora y no lo era antes, aunque los mismos que antes alentaron estas manifestaciones hoy señalen tales expresiones como ataques a la institucionalidad democrática. 
Pero es difícil pensar en la paz social cuando se usa, como lo hace el gobierno, la legalidad democrática para avasallar derechos, para quitarle ingresos a los jubilados, empobrecer más a los pobres o demoler el salario de los trabajadores. Pero a no olvidar que violencia institucional es también –con el pretexto de la convergencia tecnológica– seguir aportando a la concentración del poder mediático que cercena el derecho a la comunicación, hacer desaparecer toda el área de derechos humanos del Ministerio de Defensa o convertir en enemigo público a parte de los pueblos originarios. Y esto solo para mencionar algunas situaciones en una lista que podría ser mucho más extensa.
Desde las usinas de los trolls oficialistas      –cuya existencia el gobierno niega mientras sigue destinando recursos gubernamentales para financiarlos– lo que se intenta es presentar como violentos a los opositores sin distinción de colores o banderías. También etiquetar como violentas todas las acciones legítimas de reclamo o de protesta. Mientras tanto, en un salón de la Casa Rosada durante una jornada de entrenamiento a los responsables de la comunicación digital de los distintos ministerios, la semana anterior un grupo de expertos consultores especialmente contratados impartieron instrucciones para que todo opositor sea etiquetado como “k” y como “corrupto” equiparando ambos términos como sinónimos. Todo ello mientras se pedía buscar las maneras de posicionar al gobierno como protagonista del “diálogo” y la “paz social”.
Nada de lo anterior impide que, como bien lo señalaba tempranamente Raúl Zaffaroni en febrero de 2016, “a toda costa se debe impedir cualquier pretexto que permita legitimar la represión”. Porque, decía el ex juez de la Corte, “la protesta debe canalizarse orgánicamente, con conducción y contención, agotando todas las medidas legales, ocupando todos los espacios de libertad que tenemos por ley y Constitución. La lucha no violenta es de valientes, no de timoratos ni medrosos, porque no evita la violencia de los otros, sino que la deja en descubierto y los deslegitima y debilita. Se trata de la vieja técnica oriental: la defensa consiste en usar la fuerza del contrincante para debilitarlo”.
Una tarea tan difícil como imprescindible para enfrentar la coyuntura. 

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