martes, 29 de abril de 2014

La última batalla Por Rosa Chacel (1898-1994)

Los creyentes estaban agolpados en la falda de la colina alrededor del Profeta.
—Combatid a los infieles hasta que ni uno solo pueda dar lugar con su existencia a la tentación. Luchad olvidando los bienes de la tierra, porque mayores serán los que alcanzaréis muriendo por la fe. Él es misericordioso.
—¿Cómo sabremos que llegaremos hasta Él después de morir?
—Bien claro estáis viendo la raya del horizonte, donde el cielo y la tierra parecen telas de distintos colores, tan fuertemente cosidas que no se ven las puntadas. No obstante, ha bastado que un esclavo llegase de lejos, arrebatado por el terror, a deciros que los infieles vienen armados contra vosotros. ¡Esto ha bastado para que creáis! ¡Y no os basta que el Profeta os diga que el que está más allá de la raya de vuestro principio os espera más allá de la raya de vuestro fin!
—Danos una señal y creeremos.
Entonces el Profeta tomó cuatro aves. Eran un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, conservó consigo las cabezas y mandó que repartiesen los trozos por las colinas.
Las vísceras descuajadas, los miembros rotos, mal recubiertos por la miseria ensangrentada de las plumas, fueron arrojados lejos, en las cumbres. El Profeta los llamó por sus nombres, y tan pronto como sus nombres fueron pronunciados, se los vio venir con vuelo sereno y cierto a recobrar sus cabezas de la mano del Profeta.
La batalla fue breve. Cada creyente degolló cien infieles, sin que al volver a colgarse el sable a la cin-tura le quedase en el brazo el recuerdo de cien golpes.
El viento del desierto se llevó los siglos de sobre la tierra, innumerables e irreconocibles como la arena de las dunas.
Alrededor del Profeta volvieron a agolparse los creyentes en la falda de la colina.
—¿No lucharéis por la fe? ¿No seréis capaces de afrontar la muerte por alcanzar la infinita ventura que se os ha prometido?
—¿Cómo sabremos que esa ventura nos aguarda?
—¿Preguntasteis al salir del seno de vuestras madres qué bienes iba a ofreceros la vida? No, y sin embargo los obtuvisteis. Si en ese instante alguien os hubiera dicho los males que os aguardaban, no hu-bierais podido retroceder. Así será en el día de los días. Él premia y castiga.
—Danos una señal y creeremos.
Entonces el Profeta tomó cuatro aves: un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en peda-zos, guardó consigo las cabezas y mandó que los restos confundidos fuesen arrojados por los valles.
Así que la orden estuvo cumplida, llamó a las aves por sus nombres, y cuando los cuatro nombres fueron pronunciados se vio venir volando tres aves: el gallo, el cuervo y el pavo; el águila no volvió.
El Profeta les devolvió sus cabezas y quedó con la del águila en la mano.
Los que estaban próximos se inclinaron par ver morir la cabeza del águila, y el Profeta, que siempre había inclinado la palma de la esperanza sobre la cabecera de los moribundos, se inclinó sobre su propia mano, considerando lo que sostenía en ella. ¡Por primera vez la muerte!
Su irrevocable realidad, su amargura, fue transformando los rasgos de aquella cabeza invicta. Los párpados blanquearon envejecidos, secos, y el pico inerte como máquina desarticulada, como hueso sin vida, se aguzó descarnado en las comisuras acerbamente.
Las otras aves, desde una rama, esplendían su milagrosa integridad, y el Profeta, señalándolas, re-cobró el aliento para exhortar a los creyentes a la lucha.
La lucha no fue muy larga; cada creyente segó la vida de cincuenta infieles, y sus fuerzas fueron apenas mermadas.
El sol desde su altura vio pasar los siglos como reiteradas, estultas ovejas, hasta que nuevamente volvieron a agolparse los creyentes alrededor del Profeta en la colina. Y nuevamente volvieron a dudar. Y nuevamente fueron corroborados.
Esta vez el Profeta tomó sólo a tres aves y no volvieron más que dos: el pavo no volvió.
La cabeza del pavo murió en la mano del Profeta como una flor o como una joya que pudiera marchi-tarse: las esmeraldas de su copete se apagaron.
Pero el Profeta mostró a las dos aves que en la rama mantenían su inocencia intacta, y arengó a los creyentes.
Antes que sus últimas palabras hubieran hecho alzarse los brazos armados, se alzó en el horizonte el polvo que levantaban avanzando los caballos de los infieles.
Y la lucha fue larga, porque los infieles eran numerosos y los creyentes sólo lograron cada uno atra-vesar el corazón de veinticinco infieles, volviendo quebrantados, pero victoriosos, a reposar en la fe.
Los siglos llegaron y partieron como las ondas. Los creyentes volvieron a agolparse alrededor del Profeta. La duda volvió a alzar su anhelante murmullo y el testimonio volvió a ser otorgado. El Profeta sa-crificó dos aves, desparramó sus cuerpos y pronunció sus nombres. Pronunció dos nombres, pero volvió un ave sola. La cabeza del cuervo murió, transformando su desolado color, que había sido brillante como la noche, en parda derrota mancillada. El azabache de los ojos se retrajo como la piel de las uvas secas. El pico bruñido se hizo opaco y entre los pelos que le asomaban de las narices le quedó el hediondo rastro de su aliento.
El Profeta señaló al gallo que, posado en la rama, mantenía la radiante fidelidad de su pecho inmacu-lado, y quiso hablar, pero el galope de los caballos apagó su voz.
La lucha fue larga y horrorosa.
Los creyentes sólo podían exterminar cinco infieles cada uno, y la ira prolongada rugió durante días y noches como una catarata de sangre.
Los creyentes vencedores pudieron llegar restañando sus heridas hasta las gradas del Templo del Dios único.
El tiempo pasó arrastrando su manto. Los creyentes volvieron a agolparse en la colina junto al Profe-ta.
La duda volvió a pedir, y el Santo quiso otorgar: nadie vio que temblase su mano al dividir el ave.
Los trozos del gallo fueron repartidos por los montes, y el Profeta pronunció su nombre con la voz de la oración. Lo llamó una y cien veces, y el gallo no vino.
La corola de su cabeza se mustió en la mano del Profeta, los ojos dorados, amantes del desvelo, se enturbiaron bajo una fría membrana y el pico entreabierto dejó ver la lengua inerte y la garganta hueca por donde ya no pasaría más que el silencio.
¿Qué exhortación, qué arenga podía pronunciar ahora? La voz no acudía a los labios del Profeta, pe-ro las lágrimas pugnaban por acudir a sus ojos y las sentía brotar de diversas fuentes, no sabiendo a cuál de ellas dejar paso. Así, pues, no alcanzaron a brotar, porque antes de que brotasen llegó silbando una lanza y le atravesó el pecho.
Entonces empezó la lucha. La lucha sin igual, por ser la lucha entre iguales: cada uno de ellos no po-día exterminar más que a uno de los otros.
Ahora luchaban los que ya no creían con los que nunca habían creído. Réprobos contra réprobos, lu-chando eternamente, traspasándose, mezclándose como corrientes encontradas de dos sustancias que no pudieran fundirse.
De Oriente a Occidente y de Occidente a Oriente, las dos olas de rencor se penetraban y envolvían el mundo.
Los que siempre habían sido infieles luchaban por el placer de hundir sus espadas en los pechos cu-ya llama no habían conocido. Los que ya no eran creyentes, por la ira de sentirse descubiertos en una des-nuda ansiedad, en un indigente vacío, dentro del cual ya, sólo por el dolor, podían recordar la vida.
Réprobos contra réprobos se encontraban en el otro lado del globo y seguían luchando. A su paso engendrando réprobos, sin soltar la espada sangrienta, envolviendo al planeta en el vaho letal de la conde-nación, en el anillo gaseiforme del mal íntegro, del mal sensible que prolifera en su pertinaz conjunción con los sentidos. Porque la voz del mal penetra en los oídos y engendra el mal, la imagen del mal penetra en los ojos y engendra el mal, el contacto del mal posee a las manos y engendra el mal, y hasta el olor y el sabor de sus emanaciones como las de la carroña en el páramo engendran el mal.
Las almas, entretanto, vagando desnudas por el campo de batalla, no las de los muertos, las de los vivos.
Inermes, estériles, pronunciando sólo la blasfemia sin fórmula, sin freno, sin límites de su silencio.
Y lentamente, uno por uno, equitativamente, aniquilándose en milenios de giros, en superpuestas ca-pas anulares de tiempo y de perdición. Hasta que, al fin, un día –en medio de la irrevocable noche–, dos solos, únicos, frente a frente, hundan sus aceros con simultánea y certera calma en sus corazones, sabien-do, al fin, concluyente su dolor, que durará sin agonía hasta que llegue para todos los que fueron el día inevitable. Y entonces, ¡ah, si supieran!

(Balaam y otros cuentos)

Campos de Carabanchel Por Juan Eduardo Zúñiga (1929)

Todo era muy difícil entonces: reconocer los sitios, las personas, las intenciones, aquel ruido levísimo, saber el preciso momento en que habla empezando algo y, tras sus consecuencias, cómo acabaría, pues todo acaba, incluso las guerras, las privaciones: para unos acaban con sus días, para otros cuando se abre la perspectiva jubilosa del dinero. Ese era el ruido que notaba cuando él levantó la cabeza.
—¿Qué ruido es ése?
Apenas perceptible, un tintineo de monedas apiladas en orden, repasadas aprovechando la seguridad que da la noche, cuando el sosiego serena los ánimos cansados y los ojos, perdida su agudeza, desgastada incidentalmente por las tumultuosas evidencias del día, entornan y eclipsan sus destellos, los brillos que proclaman pasión o inteligencia. Ambos atributos, ambos pecados de la naturaleza humana, estaban remansados a la luz dorada de la vela puesta sobre la mesa, dorando los papeles que había encima, las manos y las caras inclinadas hacia ellos, y permitía, pese a las tinieblas de la noche, continuar el repaso del libro de cuentas.
No parecía que hubiese ningún ruido. De día, los estruendos de la guerra; de noche, acallados éstos, sólo disparos. Hacía rato pasó un relevo cantando y sus palabras habían desatado mis recuerdos pero ningún ruido despertaba mi extrañeza, aunque estuviese al acecho, pendiente de un soplo, de un crujido... De pronto, el entrechocar de monedas al contarlas, inconfundible, diferente a todo lo escuchado en aquellos meses; por eso mi hermano había levantado la cabeza para inquirir: pálido y extraño, reconcentraba las cejas sobre la mirada dura, fuera del círculo luminoso de la vela, y las pupilas dilatadas tendían hacia la habitación contigua: de allí llegaba el ruido, borrado por el menor movimiento de papeles o de las sillas donde nos sentábamos o el escape de un camión que lejos resonaba, por las calles desiertas donde marchaba la patrulla cantando:
Si me quieres escribir ya sabes mi paradero
canción que había abierto el paisaje del otro lado del río por el que yo me había adentrado: casuchas y solares, ni prados verdes ni campos de labranza, sólo yermos vacíos donde hubo basureros calcinados por el frío y las heladas, y a la vez un río de oro que vendría a mis manos llegado el momento, cuando el acuerdo de abogados y notarios y la conjunción de las estrellas lo quisiese o cuando, con mi voluntad, yo lo impusiera. Un río de monedas, un ruido de monedas en la otra habitación que era la alcoba de nuestro padre, donde él también bajo la vela —muchas noches faltaba la corriente eléctrica—, las contaría en secreto sin que nadie supiera que las guardaba.
Mi hermano me miraba espantado, sorprendido de lo que habíamos descubierto: el raudo vuelo de nuestro pensamiento había coincidido en idéntico punto donde también se cruzarían nuestras intenciones, igual que miles de otros hombres en el amenazador, acerado anillo de la guerra, habrían buscado, existente o soñado, el roce magnético de las monedas, tan necesarias, reparadoras de cualquier carencia, de las que el alma no puede desviarse porque todo lo demás es accesorio y está expuesto, cruzado de balazos, a caer desplomado.
Hacía tiempo que yo vigilaba las palabras de mi padre: si hablaba en el comedor yo me acercaba a la luz del balcón no para mirar por los cristales sino para captar ávidamente la entonación, las pausas, lo que decía entre dientes para no ser entendido, cualquier alusión a herencias, a bancos, a valores, conceptos nada extraños en las conversaciones familiares a horas de comer; al reunirnos en torno a la mesa, o al bajar a la calle en busca de alimentos, analizaba sus palabras.
Difícil es saber —digo— cuándo tuvo su comienzo cada hecho: si es difícil en la vida o en la historia de un pueblo extranjero, aún más difícil es determinar lo que ocurre en una casa, en una habitación donde falta la electricidad y la sustancia espesa e impalpable de las sombras cerca la llama de una vela pequeña, encendida para alumbrarnos en nuestra obstinación de leer hasta altas horas y alumbrar mi tarea inútil de arrancar por la observación un dato que confirmara mis sospechas de que mi hermano era el elegido. Nadie podría decir si comenzó entonces el duelo a muerte, o acaso el día en que ante mí le dio el dinero, el fugaz reflejo de monedas de plata, que ahora él, ya distintamente, contaba en su cuarto, creyendo que todos dormían en la casa.
No cejaba porque sabía bien que todo hay que pagarlo : lo uno con dinero, lo otro con perseverancia y esfuerzo : nada se logra sin dar algo a cambio: da agotamiento el que estudia para sabio, da razón el que estudia la locura; yo daría dignidad porque estudiaba para poderoso : daría atención, tiempo para arrancarles la verdad y para eso me fijaba en su cara cuando no lo advertían, y en la curva de los labios por si en ellos se pudiera marcar, en fragmentos, la satisfacción de un pensamiento de triunfo; o bien, medía la vivacidad de sus manos al tenderlas hacia un periódico, hacia el lápiz, medía la seguridad de sus dedos, afianzados o no en el tacto de la riqueza. Vigilaba a los dos: al padre, las palabras, a mi hermano, la alegría de sentirse rico.
Sólo al hablar del final de la guerra, nuestro padre se alegraba y mencionaba los solares o sus alrededores como las arcas seguras de la fortuna y esa mención bastaba para llevarnos de la mano por el puente de Toledo y subir hacia los eriales que la patrulla del relevo había recordado:
Si me quieres escribir ya sabes mi paradero: campos de Carabanchel, primera línea de fuego.
El también me espiaba, con habilidad, con obstinada insistencia, que no se detenía en lo más inesperado como si todos los canales para llegar, sumergido, a mis secretos, fueran válidos aun los que, al requerir una asiduidad sorprendente, podían descubrirle. Si yo tarareaba algo, él levantaba la cabeza y, atento, me escuchaba; si yo me asomaba al balcón procuraba seguir mis miradas, procuraba saber qué amigos tenía, procuraba aprender mis palabras favoritas, procuraba sorprender mis proyectos de futuro. Veo a mi hermano huroneando en mis bolsillos, en los cajones de mi mesa, en el asiento donde yo había estado sentado, el papel que dejaba sobre un mueble, la llamada por teléfono que daba, la conversación que tenía con mi padre. Hasta me di cuenta que leía mi cuaderno de pensamientos, un diario en el que yo contaba mi propia vida; extraía de mi existencia lo dudoso y vacilante, y lo dejaba allí, ensartado en líneas, pero a pesar de la llave del armario él lo alcanzó y lo hojeaba para seguir el curso de mis preocupaciones.
Largas horas de pensarlo —mientras pasaban los días angustiosos a la espera de encontrar comida, de una temida movilización general, de que un bombardeo destruyese nuestra casa—, y una tarde encontré cómo convertir en arma mía su curiosidad.
Hasta entonces yo escribía a vuela pluma, con letra diminuta, más pequeña cuanto mayor era la reserva, igual a todos los que escriben sus secretos inclinados sobre renglones confidenciales y cuentan su amargura, ya que en la liberación de este informe privadísimo podemos encontrar el consuelo que nos da otra persona. Así hacía yo hasta que supe la indiscreción de mi hermano y planeé trazar en el papel el esquema de una trampa con letras grandes, claras, cuyos rasgos aguzados abrirían la piel de quien leyese. Escribí:
«La enfermedad de Pablo avanza, la veo marcada en su cara y en la dificultad de concentrar el pensamiento y porque dice a medias las palabras. ¡Pobre hermano! Lo más evidente son las manchas bajo los ojos en cuanto toma alimento caliente, prueba indiscutible de que el mal progresa.»
Volví a colocar el cuaderno en el mismo sitio, lo dejé en el armario donde siempre lo tuve y cerré con llave para esperar toda la tarde, y la noche, y la mañana siguiente, y cuando llegó la hora de sentarnos en familia a comer, o mejor dicho, a devorar unos alimentos precarios que eran nuestro único sustento, simulé indiferencia a todo lo que allí había para atender únicamente a lo que hiciera, y al tomar la sopa de agua salada con fragmentos de una verdura pero cuyo calor parecía equivaler a un plato suculento, vi cómo cogía el vaso y lo miraba, no al vidrio transparente, sino todo lo que reflejaba, deformado en la superficie curva, capaz de devolverle una cara con manchas rojizas bajo los ojos.
Yo atendía a mi cuchara, midiendo las potencias de mi victoria, aunque pensaba cuánto espanta conocer la envidia y querer esquivarla, cuántas veces me habrá herido sin advertirlo, pues la herida de mano envidiosa no revela su daño, sino más tarde por los efectos y las consecuencias, mientras yo buscaba aclaración en su cara circunspecta, igual al que mira a una pared donde alguien escribió algo, o escudriña una foto borrosa, para saber qué mano lo trazó, qué cámara la hizo, espiar su más velado pensamiento, sus planes, los acariciados sueños de sus noches, a los cuales debía lo que era; debía a los sueños lo que era el día siguiente, y por aquel contacto, cada día cambiaba, y yo no podía preverlo, pues del sueño venía con una nueva fuerza o, posiblemente instruido, de tal manera que se reservaba más celosamente. Otros días se levantaba como si le hubieran dado cita o creado un convenio para la noche siguiente, y él no hacía nada sino esperar, absorto en sí mismo, reducido a una espera vacía. Más de una vez pensé que el mundo del sueño era su verdadero país, y que si salía para aquellos viajes de todos los días, le seguía sujetando por unas costumbres y por una lengua peculiar que no le permitía ser de nuestra vida cotidiana. Así era posible comprender su naturaleza fluida que escapaba a toda comparación con primos o amigos y nos dejaba absortos por su misma carencia de modelos conocidos, y buscando el que mejor conviniera, admití que sólo podría determinar sus dimensiones sustrayéndole al sueño, cerrándole las puertas de su patria: y así lo hice. Escribí en el cuaderno:
«Habla de noche, en voz alta cuenta lo que hierve en su constante pesadilla; con palabras sonámbulas se confiesa.»
Sólo estas líneas. Aquella noche leyó hasta la madrugada y no se acostó; se echó sobre la mesa, borracho de sueño y durmió así, aplastada la cara contra los brazos cruzados, o fingió dormir como yo fingía extrañarme de aquella postura : tuvo que ser su propio centinela, su celador insomne, y el pretexto fue que no estaba dispuesto a bajar al refugio en pijama si empezaba la alarma de un bombardeo, pero el cansancio le exigía su tributo y le vi dormitando en una butaca del comedor, aunque los ruidos del día no le permitían llegar hasta las hondas estancias del sueño y sus bostezos descubrían que ya no contaba con la ayuda del poderoso soberano. Lograr esto quiere decir pagar: ya está dicho; no pasaron muchos días sin que sus aplastadas mejillas estuvieran más demacradas según mi cuaderno había previsto. Mis aliados eran las hambres propias de toda guerra y una mano de plomo puesta sobre la resistencia de aquel cuerpo minado por una larga enfermedad que anunciaba, como los disparos nocturnos o las sordas explosiones al final de la calle de Cea Bermúdez, una muerte de perro.
No podía esperar más: decidí alcanzar, por los medios más directos la única solución de aquel dilema, en la forma apropiada al tiempo que vivíamos, al azar de los cascos de metralla, de minas que hacían retemblar los muros y los techos, de la sangría incontenible de gente atravesada en plena calle; pensé: será como una nube oscura que tapa el sol y luego pasa; tras los rumiados cálculos de la lógica y la prisa, llegué a la decisión imprescindible. Entre impresiones triviales de todos los días, escribí en el cuaderno:
«Conozco los solares de Carabanchel, muy grandes y hermosos, es bueno haberlos visto para calcular su extensión, y para saber lo que son, hay que visitarlos, recorrerlos hasta donde terminan. Estoy contento de haberlos visitado antes de empezar la guerra, de haber pisado su tierra gredosa, para cuando haya que disponer de ellos tener ideas muy claras de su destino. Acaso una tarde volveré a ir, aunque estén cerca de las trincheras.»
Ya estaba hecho, la moneda subía en el aire y en la espera yo tarareaba igual que quien regresa de una fiesta:
Campos de Carabanchel, primera línea de fuego,
vigilando las bolas negras entre los párpados semientornados, disparadas hacia mí, diciéndome que no era mi hermano sino un rival intransigente dispuesto a herirme con sus armas. Se acercaba el final; que llegase la autenticidad de lo más profundo, pues quien ha sufrido no puede ser fraterno, cuando en la mesa del comedor las rígidas caretas del alejamiento, de la ocultación, marcan la enemistad, la envidia, el pesar por los ajenos merecimientos o la buena suerte de aquel al que se odia, y todos callábamos entregados a un gesto benévolo, mientras yo sorprendía sus preguntas en voz baja, para saber del padre cuál era la línea de tranvías, en dónde terminaba exactamente, si se podía cruzar el río y cuánto se tardaría... palabras de aparente pura curiosidad que le llevaban lejos, a donde yo le induje y los rumbos de mi porvenir necesitaban.
Llegó la noche y no regresó a casa; dieron las horas de la alta madrugada y estuve seguro de que ya no volvería. Me lo imaginé por campos de alambradas buscando su dinero entre embudos de barro y alfombras de basura; como un tonto que va hacia sus errores, le vi alejarse camino de las balas.

De Largo noviembre de Madrid (1980)


 

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Cuidado con el derechazo Por Jorge Cicuttin

El 6 de este mes se cumplieron 20 años de la aparición del cadáver de Omar Octavio Carrasco.

El joven vivía junto a sus padres en la localidad neuquina de Cutral Có. De condición humilde, ayudaba a la economía familiar repartiendo pollos. Hasta que le tocó presentarse como conscripto en el grupo de Artillería 161 del Ejército Argentino, en Zapala.

Lo hizo en la mañana del 3 de marzo de 1994. Y su familia nunca más supo de él.
Cuando los padres llegaron dos semanas después al cuartel para averiguar qué ocurría con Omar, las autoridades militares le dijeron que su hijo había desertado.

No conformes con la respuesta, hicieron la denuncia y comenzaron a investigar. Personal del Ejército hizo todo lo posible para desviar la investigación, pero finalmente, el 6 de abril apareció el cadáver dentro del predio militar. Había sido golpeado salvajemente y murió desangrándose por culpa de esos golpes, dados por un superior.

El escándalo estalló y sacudió a todo el país. Los superiores le dieron un "baile" que terminó con su vida, fue un caso con final mortal de los miles y miles de maltratos que sufrían los conscriptos en distintos cuarteles del país.

El abuso de autoridad, los insultos, las vejaciones que sufrían los "colimbas" –por aquello de corre, limpia y barre–, eran moneda corriente y el debate, una década después de la recuperación de la democracia, terminó con el final del Servicio Militar Obligatorio.
Veinte años después de uno de los pocos hechos positivos que dejó el gobierno de Carlos Menem y cuando parecía que era un tema saldado, reapareció la idea de reinstalar la colimba, de boca de distintos dirigentes políticos.

Disfrazadas de ideas para combatir la inseguridad y de "reencauzar" a aquellos jóvenes que no trabajan ni estudian, y "se gastan la plata tomando cerveza en la esquina" –a decir del intendente de Malvinas Argentinas Jesús Cariglino–, aparecieron estas propuestas generadas desde la derecha más cruda, para terminar con una suerte de encierro militar para jóvenes pobres.

Cuando el pintoresco diputado salteño Alfredo Olmedo –aquel homofóbico que decía con orgullo "tengo la cola cerrada y la mente abierta"– propuso el regreso del servicio militar obligatorio parecía una idea insólita y hasta graciosa. "Lo dice la gente más que yo, quiere que haya un orden militar a la juventud", sostenía Olmedo. Obviamente, la idea no prosperó en el Congreso.

Pero en estos días en que se atacan las reformas al Código Penal por "garantistas" y se multiplican los linchamientos a presuntos delincuentes, volvió la ofensiva para instaurar la colimba.

Y llegó de boca de dos pesos pesados del Conurbano Bonaerense.

Primero lo reclamó el intendente Cariglino. Aliado a Sergio Massa, este jefe comunal lanzó la idea orientada a los denominados "jóvenes ni-ni", tal como se llama últimamente a aquellos que ni trabajan ni estudian. Lo disfrazó de preocupación social y cuando se le preguntó por qué no pensaban en enviarlos a la escuela o a estudiar un oficio en lugar de un cuartel militar, Cariglino aseguró que eso no sirve, como tampoco planes como Progresar. "El primer mes buscan trabajo, pero después se gastan la plata del plan social en cerveza", aseguró el dirigente massista.

La problemática de los "ni-ni" ha sido estudiada por psicólogos y sociólogos. Pero sus casos se centraron especialmente en aquellos jóvenes que teniendo condiciones familiares, económicas y de entorno social favorables, no encuentran una carrera ni un trabajo que los entusiasme. Por lo general dejan de lado el caso de los chicos marginados, donde la problemática es otra y merece otros enfoques más complejos.
Pero Cariglino no piensa, cuando habla de obligarlos a permanecer en un cuartel, en aquellos jóvenes "ni-ni" de clases medias o altas. Su objetivo son los pobres.
Otro ex intendente, hoy senador provincial, Mario Ishii, se sumó al reclamo de Cariglino. Pero ocurre que Ishi no es massista, se considera kirchnerista. "A estos chicos hay que tratar de educarlos o prepararlos", y que hagan el servicio militar "es la única forma de sacar este país adelante", dijo. "Más del 80% de la sociedad estaría de acuerdo", afirmó Ishii, en caso de hacerse una consulta popular sobre el tema y en el mismo sentido dijo que "la sociedad no tiene orden, y hay que buscar orden".

Voces que se repiten peligrosamente.

Reclamando encierro militar para jóvenes pobres y dejando de lado los planes que el gobierno nacional ha puesto en marcha para ayudarlos en el estudio y en el trabajo.
No les importa. Hacer un gueto custodiado con armas es más fácil.

Desde el gobierno nacional llegó rápido la respuesta. Tanto el secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilla, como el titular de la cartera de Defensa, Agustín Rossi, rechazaron de plano la idea. "No tiene lógica", aseguró este último. "No sirve ni en el plano social ni en el de Defensa volver a un esquema de servicio militar obligatorio", agregó.

Mientras el kirchnerismo esté en el gobierno, no hay posibilidad alguna de que el servicio militar vuelva a instalarse en la Argentina.

Pero estos derechazos van a seguir repiqueteando de aquí a las elecciones de 2015. Y habrá que tener cuidado.

Infonews

“Las Locuras del Rey Jorge”: adelanto exclusivo del libro sobre Lanata Por Pablo Méndez Shiff

En “Las Locuras del Rey Jorge, el ascenso al trono de Jorge Lanata”, el periodista Eduardo Blaustein analiza el recorrido profesional del conductor estrella de Canal 13 desde 1983 hasta 2014.

El periodista Eduardo Blaustein acaba de publicar un libro en el que analiza la trayectoria profesional de Jorge Lanata, desde sus inicios en los medios, pasando por la fundación de Página/12 y Revista XXI, hasta el fracaso de Crítica y su llegada estelar a Clarín.

En “Las Locuras del Rey Jorge. 1983-2014: periodismo política y poder, el ascenso al trono de Jorge Lanata” (Ediciones B), se plantea un recorrido cronológico alejado de los maniqueísmos. Blaustein compartió cuatro redacciones con Lanata -El Porteño, Página/12, XXI y Crítica de la Argentina- y conoce de cerca cuál es su forma de trabajar y, en definitiva, de concebir al periodismo.

Blaustein envió a INFOnews un anticipo de su libro que llegó recientemente en las librerías y ya se exhibe en la Feria del Libro. A continuación, un extracto del capítulo sobre la incorporación de Jorge Lanata al Grupo Clarín:

Por Eduardo Blaustein

Quizá de todas las respuestas sobre la incorporación al Grupo Clarín, con sus repeticiones y variantes, la más redonda por sugestiva sea la que le dio a Luis Majul: “Son relaciones donde a vos te usan y vos usás (…) Sostenernos a partir del rating nos vuelve un poco menos vulnerables. Pero tampoco es garantía de nada. Porque si te tienen que sacar, te sacan. El poder, de última, no lo tenés vos”. Va de nuevo: lo que George dice sobre usos mutuos, juegos de poder, incluso la pregunta “¿Vos te pensás que esto es una historia de amor?”, todo eso que dice puede llamarse maduro realismo político, aquello de lo que George dice abominar cuando habla de política. Tanto como esto otro, repetido también en distintas entrevistas y en este caso extraído de la charla con Carlos Ares: “Yo para el Estado no trabajo, por definición. Creo que el Estado tiene que usar la plata en cosas mucho más útiles que pagarme a mí. Yo aparte sé que genero plata, soy un buen negocio para los tipos, en muy pocas radios podría laburar”.

George dijo que podría “laburar en muy pocas radios”, asunto muy dudoso, y que eso, junto al estímulo de trabajar en los medios de mayor potencia de la Argentina, más una suerte de garantía de su libertad profesional, explica su incorporación al Grupo Clarín. Habrá que tener en cuenta que esa incorporación no fue humilde. No fue que Lanata se puso a trabajar en una FM del Grupo para hacer un programa radial nocturno en el que leer ficciones y hacer entrevistas en un clima de intimidad, ajeno al vértigo de las noticias políticas, como lo había hecho muchos años atrás. Para el Grupo fue el fichaje más importante desde la recuperación de la democracia, o como mínimo desde su constitución como tal, George como el más fiero centroforward del multimedios. George a su vez multiplicó su propio desembarco, Día D multiplicado. Pudo simplemente ocupar una franja horaria importante en la radio del Grupo: Mitre. Pero acordó y eligió desembarcar con armas y bagajes, con toda la infraestructura del Grupo, en Mitre, en PPT, en sus columnas de los días sábados para el diario Clarín y en sus apariciones estelares en Telenoche o TN. Si existe, empleando la propia expresión usada por George, un “uso” del Grupo, es evidente, y reconocido parcialmente por George, que ese “uso” de sus capacidades no fue inocente y fue además un uso mutuo de escalas temibles.

En marzo de 2014 el portal “Diario sobre diarios” conmovió a los interesados en noticias sobre comunicación exhibiendo los últimos datos sobre la caída en circulación del diario Clarín. El proceso de caída se conocía desde hacía años, pero no redondeado con los últimos datos: “Clarín sufrió por octavo año consecutivo un descenso en su circulación. En 2013 vendió un promedio de 250 mil ejemplares y volvió a quebrar su peor marca histórica. Por segundo año consecutivo se posicionó por debajo de 1959, que era hasta esta década el peor año en ventas para el matutino fundado por Roberto Noble con una circulación de 281.936”. Aludí a esta caída de ventas del diario en el primer capítulo de Años de Rabia (el descenso no puede explicarse solo en la emergencia de Internet ni la pérdida de seguidores de avisos clasificados, sino también en una pérdida de credibilidad, en un rompimiento del contrato de lectura que puede fecharse en el 2001), preguntándome hasta dónde esa caída afectaba el poder de fuego del Grupo. Pues bien: a contramano de la notoria pérdida de lectores del diario Clarín, que es mucho mayor que la de sus competidores, la incorporación de Lanata fue pura y simplemente un golazo para los intereses y el posicionamiento político del Grupo en su enfrentamiento con el Gobierno. Y es que pese a su inmenso poder económico y a sus ingentes recursos humanos, desde la ruptura del pacto de convivencia con el kirchnerismo nunca, hasta George, el Grupo había contado con un súper héroe.

En una entrevista a una señal de la TV chilena, George describió apenas una parte de la infraestructura que el Grupo Clarín le aporta a solo una de sus plataformas, Periodismo Para Todos: un equipo de 20, 25 personas, “sin contar con los técnicos, todo lo que era la estructura de Telenoche Investiga está laburando con nosotros y aparte hay gente mía, más la coordinación con el Gerente General y el Productor General”. Además de periodistas o productores, el equipo de PPT, solo para que George haga chistes, contó de arranque con tres guionistas (Miguel Gruskoin, Marcelo Birmajer, Esteban D’Aranno), editores de ficción, inversión en artística, imitadores. George subrayó más de una vez sin embargo que es tal el miedo que oscurece a la Argentina que le costó conseguir imitadores que se atrevieran a hacer chistes políticos o a caricaturizar a la Presidenta. Solo para facilitar la producción de sus notas de siete mil caracteres en Clarín, el Grupo le aportó desde el comienzo hasta tres investigadores por semana, cuyos nombres fueron cambiando. Escribí en Años de rabia: “La trasfusión de recursos indica con qué grado de lucidez y autoconciencia el sistema Clarín apostó a Lanata. Como con eso no alcanza, Periodismo para todos es citado y extensamente repuesto en el sistema entre lunes y miércoles, en los noticieros del canal y en TN. Repetido en su totalidad en el canal Metro, del sistema Clarín, que ocupa un lugar privilegiado en la grilla de Cablevisión, del sistema Clarín. Reaparece Lanata de tanto en tanto como columnista en Telenoche al lado de una periodista que maltrataba años atrás: María Laura Santillán. Y conduce un espacio prime-time en Mitre, que según Lanata el Grupo Clarín ‘montó ilegalmente’”. Cabe añadir: cada frase y cada pequeña anécdota sobre Lanata irradia en la Red de manera pavorosa.

En Años de rabia elegí usar la expresión “sistema Clarín” para aludir de la manera más abierta y densa posible no solo a la potencia y las interconexiones del Grupo sino a su relación con otros grupos de poder comunicacional y con sus propias audiencias, a menudo bien conscientes del porqué de su relación con el Grupo. El sistema Clarín juega en articulación y sinergia con otros sistemas más vastos: desde sectores corporativos (financieros, de la agroindustria, del poder Judicial) a otros sistemas de comunicación nacionales o latinoamericanos o la SIP. Aquella entrevista a una señal de TV chilena es un buen ejemplo de articulaciones y sintonías que trascienden la escala nacional. El programa de la TV chilena Más vale tarde, en el que George salió entrevistado, pertenece a la señal Mega. La señal a su vez es parte del Grupo Bethia, del mundo de inversiones de la familia Falabella, una de las más poderosas de Chile, con presencia por lo menos en Argentina, Colombia y Brasil. Bethia contiene nombres propios como Falabella, Homecenter, Tottus y Mall Plaza, además de empresas de comunicación como Mega, Radio Canela o Etc TV. El grupo chileno tiene intereses en la actividad inmobiliaria, el transporte (LATAM, Gupo de Empresas Navieras Sotraser, Blue Express, Aeroandina), adquirió Aguas Andinas, participa de la actividad vitivinícola, agrícola y ganadera, la hípica (Haras Don Alberto y Club Hípico) y en la industria de la salud (Isapre Colmena y Clínica Las Condes). Vuelvo a repetirme: no estoy diciendo “kirchneristamente” que George es “el mascarón de proa” de una corporación chilena. Estoy diciendo que al elegir convertirse, en su pacto de uso mutuo, en el bestshooter del Grupo Clarín, eligió incorporarse a ese mundo de sinergias y articulaciones de los poderes concentrados a escala latinoamericana, con la visión y el lugar en el mundo que esos poderes ocupan. Visto desde ese punto de vista, el George de PPT/ sistema Clarín, ¿es efectivamente lo que él describe, el mismo periodista crítico haciendo su periodismo de siempre (“Día D con plata”)? ¿Es el de los años de El Porteño o Página/12?

Infonews

Detienen en Paraguay a excapellán militar prófugo de la Justicia Aldo Omar Vara


El ex capellán militar de Bahía Blanca, Aldo Omar Vara, prófugo de la justicia en el marco de una causa por delitos de lesa humanidad cometidos en esa ciudad bonaerense, fue detenido por Interpol en Ciudad del Este, en Paraguay.

"Interpol detuvo en Ciudad del Este al ex capellán militar de Bahía Blanca Aldo Vara", informó Fiscales.gob.ar, en su cuenta de Twitter.

Vara, de 80 años, era buscado desde el 6 de agosto de 2013 y en diciembre de ese año el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos ofreció una recompensa de 100.000 pesos para quien aportara datos para ubicar al cura acusado de delitos de ser cómplice de secuestros, torturas y desapariciones.

El sacerdote, que se desempeñó como capellán auxiliar en el Comando V del Ejército Argentino en Bahía Blanca, entre 1971 y 1979, tenía pedido de captura nacional bajo la acusación de haber sido cómplice de secuestros, torturas y desapariciones.

Según los fiscales de la unidad especial, Miguel Palazzani y José Nebbia, el excapellán "de acuerdo al reglamento de operaciones psicológicas, es un oficial orgánico y en ese plano está probado también que, de acuerdo al reglamento, el oficial en su ámbito de actuación operaba en la inteligencia y en el aporte al plan criminal desde su lugar de sacerdote, tratando de entrar por ese lado a las personas que estaban en cautiverio".

El más conocido de los casos que involucran a Vara es público desde el juicio a las Juntas gracias al testimonio de un grupo de estudiantes de la Escuela de Nacional de Educación Técnica No 1 que fueron secuestrados en diciembre de 1976 y torturados durante un mes en "La Escuelita". Abandonados en una ruta, otro grupo de militares simuló rescatarlos y los llevó al Batallón, donde recibieron varias visitas del capellán. Uno contó que "nos traía galletitas, cigarrillos, preguntaba cómo habíamos llegado ahí, pero no le avisó a nuestros padres como le pedíamos". Gustavo Aragón consideró una ironía que Vara fuera a llevarles "la palabra de Dios" y a hacerlos rezar mientras seguían en cautiverio. Gustavo López contó que a veces iba con sotana y otras con pantalón, siempre con cuello blanco. José María Petersen declaró que les daba "una especie de contención", pero cuando relataban las torturas permanecía en silencio. Recordó una respuesta de antología que el tribunal apuntó en la sentencia: Vara sugirió que los secuestradores eran paramilitares que actuaban por su cuenta y que los estaban buscando.

Sin destitución para el juez Hooft

El Tribunal de Enjuiciamiento de Magistrados de la Provincia de Buenos Aires absolvió al juez federal de Mar del Plata, acusado por no investigar la desaparición de un grupo de abogados marplatenses durante la llamada Noche de las Corbatas. El voto mayoritario de los representantes de la corporación judicial y de los legisladores del FAP y el Frente Renovador consideró que los delitos denunciados no son de lesa humanidad y por lo tanto han prescripto. Además del jury, Pedro Hooft está imputado en una causa penal desde 2006, que logró dilatar al punto de eludir cinco llamados a indagatoria.

A Hooft se lo acusa rechazar en forma irregular y no investigar hábeas corpus vinculados con los asesinatos de un grupo de abogados en la llamada Noche de las Corbatas (distintos episodios de secuestros y asesinatos de abogados de Mar del Plata).

El Tribunal, presidido por el ministro de la Suprema Corte de la Provincia, Juan Carlos Hitters, absolvió al magistrado por 8 votos contra dos. El voto mayoritario consideró que los delitos imputados a Hooft no son de lesa humanidad y por lo tanto han prescripto y ordenó que se lo reponga en el cargo.

Dentro del cuerpo encargado del jury sólo votaron a favor de la destitución la diputada Lucía Portos y el senador Luciano Martini, ambos del Frente para la Victoria. Por la absolución votaron los conjueces abogados Héctor Martín, Eduardo López Wesselhoefft, Atilio Rossello, José Luis Núñez y José Miguel Nemiña; los legisladores Héctor Vitale (senador del Frente Renovador) y Abel Buil (diputado del FAP), y el ministro de la Corte y presidente del Jurado Juan Carlos Hitters.

"Yo pienso que estaba más que probada no sólo la lesa humanidad sino también el accionar sistemático y cómplice de este juez con la dictadura que permitió la impunidad no sólo al cometerse el delito sino también hasta el día de hoy", consideró Portos. La legisladora explicó que "entender que el único dictador es aquel que disparo un arma o mató a un compañero no es la visión amplia que tenemos nosotros", aunque dijo que "es difícil dar esta discusión con operadores del derecho que están formados de otra forma por lo que hay que seguir militando para dar esta batalla cultural".

Por su parte, Martini opinó que el fallo "es un retroceso más", pero dijo que "esperamos que pese a que la mayoría de este jurado haya decidido que se mantenga a Hooft como juez de la provincia, pueda la justicia penal seguir investigando". "La denuncia penal tuvo ya 7 pedidos de indagatoria y no se ha podido llevar adelante por las reiteradas trabas interpuestas", recordó el legislador y pidió que "se investigue a Hooft y se llegue a la verdad de lo ocurrido con un juez designado en la dictadura militar".
 


Los días contados

Eduardo Jozami fue puesto en prisión unos meses antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976 y permaneció recluido durante toda la dictadura y fue liberado finalmente en 1983. Si bien dio numerosos testimonios públicos al respecto, nunca había escrito una obra acerca del tema y su experiencia. Más de treinta años después llegó el momento de un libro que, según asegura en esta entrevista, siempre estuvo latente en su interior, siempre tuvo la convicción de que iba a hacerlo. Crónica, testimonio, crítica política y anecdotario ejemplar, 2922 días. Memorias de un preso de la dictadura es un libro tan personal como generacional, básicamente una honda reflexión sobre militancia, experiencia e historia a cargo del hombre que después de tantos años cautivo, hoy es el director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en lo que fuera el centro clandestino de la ex ESMA.

Por María Moreno

El título del nuevo libro de Eduardo Jozami, 2922 días, retoma la política del número con que Rodolfo Walsh, en Carta a Vicki, registraba los 26 años que su hija cumplía el día de su muerte, los 150 fap emplazados en el cerco alrededor de ella y sus compañeros, el resultado del operativo del coronel Roualdes: cinco cadáveres y una niña viva de 1 año. El número como fuerza retórica, denunciando la desproporción de una lucha sin necesidad de las palabras. 2922 fueron los días que Eduardo Jozami pasó en prisión. No hubiera sido lo mismo poner ocho años, un número que evoca la infancia o que se presta a las rimas jocosas. El subtítulo queda redundante en su precisión: “Memorias de un preso de la dictadura”. El libro, por donde se pasea la sombra de Gramsci, incluye la crítica política, el anecdotario ejemplar, el detalle de las contradicciones de un intelectual en crisis con su organización que debe aprender en la cárcel los silencios necesarios ante la presencia de un enemigo común, pero también que puede aprovechar esas horas muertas en leer y escribir, como ya lo habían hecho desde el Marqués de Sade a José Mármol.

–Yo nunca quise plantear una ruptura estando dentro de la cárcel. Me parecía que era mucho más lo que se perdía en términos de convivencia con los compañeros y de necesidad de unidad ante el enemigo (aunque esto suene muy retórico, pero en esa época era así). Había una racionalidad especial en el militante. Por eso es interesante la discusión de Walsh con Montoneros, en la que plantea la derrota pero no dice que hay que abandonar sino que hay que buscar las formas adecuadas a esa época de derrota y de fracaso de los aparatos. La nuestra, la de los presos políticos, era una actitud de espera. En esa espera me dediqué a la lectura y a la escritura. Lecturas de ficción y escrituras no siempre políticas. Porque al principio uno piensa que si los presos hacen un documento va a haber una incidencia afuera.

¿Pero en el caso de un dirigente preso?

–Sí, si ese dirigente es el líder indiscutible de un grupo. Fijate el caso de Gramsci. Gramsci tuvo una incidencia política tremenda, pero no tanto en la coyuntura inmediata. Es más el legado de su pensamiento lo que pesa. Cuando él estaba en la cárcel a veces no seguían sus indicaciones, otras él no debería estar del todo de acuerdo con lo que hacían sus compañeros, y quizá ni siquiera estuviera tan informado. Y como yo no era Gramsci, aunque el modelo me gustara, no me planteaba que lo que pudiera hacer desde adentro pudiera tener alguna incidencia.

Jozami cultiva esa prosa apolínea de los intelectuales políticos, como si el duelo hubiera alcanzado a la lengua en que se desfiguró el sentido de la palabra “desaparecido” pero, por momentos, un sueño o un episodio semicómico le zafan el estilo hacia una retórica rica en hallazgos estéticos imposibles en las declaraciones de juzgado o las arengas de barricada. Una huelga de hambre es el pretexto para contar un sueño en donde unas doncellas edénicas le arrojan jugo de naranja sobre el rostro desde unos árboles de paraíso, mientras su rostro real jadeaba de sed en una celda de castigo. Un dolor de muelas le hace filosofar sobre el dolor luego de haber aprendido a dominarlo como un yogui, reconociendo las impasses entre el umbral de lo intolerable y la atonía que le sucede. La extracción de esa misma muela sin anestesia le hace evocar un cuento de Chejov donde la situación era parecida pero hay un litro de vodka de por medio. Ya es un escritor.

LEER CUANDO EL TIEMPO NO PASA

El preso Jozami no era contrahecho ni bajito como Gramsci, ni usaba esos anteojos redondos secuestrados luego por el glam John Lennon. Tampoco se parecía al profesor Sinigaglia de Il Compagni, que mientras se peleaba con los rompehuelgas proponía a gritos que había que hacerlos razonar, convencerlos mientras les daba un garrotazo. Su gestalt física es más de comando palestino o actor en La batalla de Argelia (en la historia y en la película), aunque es más fácil imaginarlo como al monje Thomas Merton que escribía en una celda cuyo único adorno era el parasol de su maestro Zuzuki bajo la luz de la lámpara de todos los ermitaños: la Colman. Sólo que Jozami leía y escribía bajo una bombita desnuda de prisión, con una bic sin pretensiones comprada en la cantina de la cárcel.

–Preso hay que sostenerse y pensar que no se está perdiendo el tiempo. Y la manera más razonable que yo encontré de no perder el tiempo fue leer y escribir, pero sobre todo darle a eso una formalidad. Una disciplina. Por ejemplo decía “a esta novela tengo que terminarla mañana”. Y si de pronto me había entretenido hablando con el de la celda de al lado y no había leído, lo sentía como una falta. “Vos no cumplís con lo que tenés que hacer”, me decía. Era medio ridículo en ese espacio.

Eso suena a sacerdotal. A San Ignacio y sus ejercicios espirituales. Pero además era una forma de resistencia. De ese modo la disciplina no venía de la cárcel. Vos eras tu propio amo.

–Le daba a cada cosa que hacía una importancia muy grande. Incluso me pasaba del otro lado. Cuando leí La montaña mágica y le escribí a Lila, mi mujer, las cosas que se me ocurrían, ella me contestó: “Sí, la leí cuando era joven pero ahora pienso que sólo un preso la puede leer”.

¿Y qué cosas se te ocurrían?

–Que yo no estaba lejos del tipo humano de Settembrini, que es un racionalista y al mismo tiempo un romántico, aun cuando pronuncia esa frase tan categórica “la música es políticamente sospechosa”, que me parecía inaceptable porque algo me decía que en eso sospechoso e irracional estaba el valor de la música. Muchos años después supe que muchos críticos pensaban que su interlocutor, Naphta, estaba basado en la figura de Lukács. Todo el debate europeo de la época estaba en esa novela en donde el tipo a convencer era Hans Castorp, un representante de la nueva generación. Recuerdo que le escribí a Lila que me parecían limitadas las ideas de Naphta y Settembrini, porque en la historia ya había alternativas, como lo había sido la Revolución de Octubre. Claro que cuando me mandaban al calabozo estas ideas se me iban rápidamente. O si no solía pensar: “No estoy tan mal”. Claro que yo era una persona para la que la lectura fue siempre importante.

Había algo de estudiar en donde podías. Como Sor Juana, cuando le prohibieron leer y entonces escribió que si no podía estudiar en libros podía estudiar en todas las cosas de Dios. Decía que había descubierto “secretos naturales” guisando: un huevo se unía y se freía en la manteca o aceite y, por el contrario, se deshacía en el almíbar.

–Es que estando preso, aunque Sor Juana no estaba presa pero sí en algo semejante en cuanto a encierro, una orden religiosa, vos descubrís lo que es la literatura porque la experiencia vital que tenés es muy pobre. Y la literatura te muestra todas las vidas posibles. En las cárceles en donde estuve, el criterio de admisión de libros era arbitrario. En Caseros, por ejemplo, no dejaron entrar un libro de Borges y sí uno de Gramsci. En La montaña mágica lo que me impresionó primero fue que la sensación que describía Thomas Mann en el sanatorio era parecida a la de la cárcel. La de que el tiempo no pasa nunca, como si hubiera tiempo para todo pero, si uno analizara su último año de vida, es de un vacío absoluto. Yo era el bibliotecario. Recuerdo que tenía un compañero que, le diera el libro que le diera, me lo devolvía al día siguiente. Un día le di La montaña mágica para ver qué hacía, pero igual me lo devolvió al día siguiente. Se había pasado la noche sin dormir, seguro. El leía como quien pasa una prueba y se dispone a enfrentarse a otra. Recuerdo también que cuando salía al patio todos se me acercaban y me hablaban no tanto de política como de los libros que leían. No solamente me venían a pedir. De repente un flaco me decía: “Estuve leyendo Luz de agosto de Faulkner”. Llegué a pensar: “Pero qué nivel tienen estos muchachos”. Hasta que un compañero me bajó a tierra: “Gil, te hablan de libros porque sos el bibliotecario”.

DOS ENCIERROS: CORRESPONDENCIA

Lila Pastoriza, esposa de Eduardo Jozami, militante histórica de Montoneros, quizás una de las más lúcidas analistas de su experiencia como sobreviviente de un campo de concentración y memoriosa testigo en los juicios de lesa humanidad en la Argentina, brillante periodista e investigadora, fue secuestrada en junio de 1977. Para suicidarse se tomó la pastilla de cianuro con que su organización preservaba al más alto precio su seguridad. En un lugar llamado “escuela” (ESMA) lo primero que aprendió es que, donde la mayoría son asesinados, la muerte por mano propia es imperdonable. Fue resucitada a fuerza de vomitivos y antídotos. A Eduardo Jozami, que solía recibir cartas en donde la retórica amorosa convivía con noticias en clave (a la orga se la llamaba “la empresa”), un mes de silencio lo llenó de zozobra. Hasta que durante una visita leyó en los rostros de su madre y de su suegra lo que no necesitaba palabras. Volvió a su celda pensando que Lila no sobreviviría. Muchos años después, en México, alguien le contó que se había golpeado una y otra vez la cabeza contra la pared. Pero él no lo cree. Sospecha que nunca se hubiera permitido un gesto tan expresionista.

–La cárcel puede ser tan dura como un centro clandestino. Se mataba gente en la cárcel, como pasó con Dardo Cabo y Rufino Pirles durante un traslado. Se torturaba gente en la cárcel. Pero en la cotidianidad las reglas estaban clarísimas. A los tres meses del secuestro de Lila, me llamó el jefe de seguridad del penal y me entregó una carta de ella. Le dije que cómo podía ser si mi mujer estaba secuestrada. Me contestó que sabía tanto como yo. Luego vino a mi celda el jefe de correspondencia y me dijo como ofendido: “A esa carta no la traje yo”. En la cárcel había un orden que los tipos querían sostener, cuando en el campo clandestino no había ninguna regla: te podían torturar y después llevarte a pasear. Que llegara una carta desde un campo de concentración para algunos compañeros era inaceptable. En todo ese proceso lo que me guió fue la confianza en Lila.

Walsh es uno de los pocos que no suscriben a eso de que la tortura se aguanta.

–En algún momento pensé que la tortura se aguantaba y me arrepiento de haberlo pensado, pero eso me daba confianza en Lila. Hoy pienso que cualquier condena a una persona que dio un nombre en la tortura me parece inaceptable, pero tampoco en aquel tiempo decía a priori: “Esto no se puede resistir”. Uno abría una cuota de esperanza, de “ojalá salga de esto lo mejor posible”. Y lo mejor posible es con la menor cantidad de cosas para criticarse. A mí me secuestraron en 1972 y me torturaron mucho, y cuando salí de ahí, salí cantando “Gracias a la vida”, la versión de Violeta Parra, que era la música de fondo durante la tortura. Un analista se hace un picnic. En la carta, Lila citaba “Gracias a la vida”. Era su modo de decirme que había sido torturada y luego algo así como “cuando nos encontremos no tendremos nada que reprocharnos”. Quizá no fuera tan directo pero ése era claramente el sentido de lo que me decía. No era una carta militante porque no hubiera podido salir. A lo sumo había algunas frases: “Es una situación muy compleja”, “Voy a tratar de ubicarme”. Tenía la cuota de lo que los tipos podían dejar pasar, pero al mismo tiempo había dos o tres códigos que para mí eran clarísimos. No bien abrí la carta con un cierto temor de que hubiera cambiado, reconocí totalmente a Lila.

En la ESMA, un grupo de prisioneros, la mayoría de ellos cuadros notables de sus organizaciones o parientes de celebridades heroicas de la lucha armada, algunos de gran habilidad retórica y/o expertos estrategas, fueron abocados por los marinos, en el marco del proyecto político del almirante Massera y del enfrentamiento con otras armas, como Ejército y Aeronáutica, a tareas de archivo, análisis de coyuntura, elaboración de documentos y diversos informes de uso interno. Este grupo simuló una colaboración que fue fundamental para aumentar el número de sobrevivientes. A raíz de los privilegios obtenidos los integrantes del staff de la ESMA pudieron fortificar sus estrategias en común, que ya venían armando por entre las fisuras del poder en el campo, acordando que su tarea no afectaría a personas ni a organizaciones populares, permitiría ampliar el grupo incluyendo a la mayor cantidad de prisioneros posible, instruir a los recién llegados en aquellas acciones que disminuían el riesgos de ser trasladados, orientar sus análisis de manera que su interpretación implicara menos riesgos para el campo popular y, logrado el objetivo de la supervivencia, denunciar ante los organismos internacionales.

Fueron liberados en 1979. Entre ellos estaba Lila Pastoriza.

–Cuando yo me reencuentro con Lila en México tenía una enorme ansiedad por saber lo que había pasado, pero al mismo tiempo me cuestionaba porque podía parecer que intentaba hacerle algún reproche.

O un interrogatorio, el género del enemigo. ¿Hay preguntas que no se le hacen a un sobreviviente?

–Sí, hay preguntas que uno no le hace a un sobreviviente. Es más lo que no le pregunta que lo que ya sabe o puede deducir. Lila era una militante muy formada. El grupo que armaron dentro de la ESMA tenía como límite no cambiar su vida por la de otro. Y eso a veces se puede hacer y otras no. Esa era mi preocupación. Este grupo era muy diferente de otro en donde ex montoneros dieron nombres e informaciones y hubo casos (pocos), que se identificaron con la “lucha antisubversiva”. Yo nunca volví a ser el mismo en la cárcel después de lo que pasó con Lila. Llegaron a traerla para que se despidiera de mí, custodiada por dos represores disfrazados de ejecutivos, antes de que le permitieran irse del país. Yo estaba contentísimo de que se hubiera salvado, pero también fue la toma de conciencia de que nos habían hecho pelota. Porque perdonar sólo lo hacen los vencedores. Y una de las cosas que más me joden es llegar a sentir agradecimiento hacia los que le perdonaron la vida pero la torturaron, como a miles de compañeros a los que luego desaparecieron. Eso está mejor dicho en el libro.

¿Cuál fue la actitud de tus compañeros?

–Había dos actitudes: estaban los amigos que un poco por apoyarme a mí y otro poco porque yo les mostraba las cartas de Lila (llegaron otras después de la primera), estaban más dispuestos a concederle un cierto crédito, y estaban los que no. Para nosotros había una sola forma de colaboración, que es la que habíamos vivido ahí adentro: tipos que se pasaron de bando y decían “éste tiene que ir al pabellón uno”; “éste hay que mandarlo a los chanchos”. Tampoco podía pretender que todos entendieran esto, porque lo que yo estaba haciendo era una cosa de apuesta. “Yo creo que esto es así, yo quiero que esto sea sí.” Una vez me dijo el que era responsable del pabellón: “Empezá a pensar que tu mujer esté colaborando”. “Yo no rechazo ninguna posibilidad, pero la verdad es que le tengo mucha confianza a Lila”, le contesté. El momento más duro no es cuando vos estás más en peligro sino cuando estás más confundido. Y yo vivía una contradicción que no podía resolver. Cada vez tenía más confianza en Lila y cada vez me explicaba menos lo que pasaba.

CULO O MUERTE

Bajo el axioma guevarista de “la revolución no necesita peluqueros”, las izquierdas revolucionarias eran homofóbicas. A menudo concebían la homosexualidad como problema de seguridad interna. El nomadismo gay, sus nocturnidades confidenciales y el gusto por el chongo (léase lumpen) hacían que “promiscuidad” y delación se asociaran estrechamente y convertían al Molina de El beso de la mujer araña de Manuel Puig en una figura redentora, al pasar de “soplón” a militante. Una de las disciplinas de la cárcel era hacerles “abrir de cachas” a los presos políticos. El argumento era utilitario: allí podían ocultar “caramelos”, esas miniaturas carcelarias en donde papelitos doblados hasta su mínima dimensión solían ocultar mensajes clandestinos en letra de grano de arroz.

Tres presos políticos decidieron oponer resistencia a lo que consideraban una vejación. Fueron mandados a los calabozos de castigo en donde, de encierro a encierro, se complotaron para hacer una huelga de hambre “seca”.

Podrían haber dicho “culo o muerte”.

–Lo más criticable del episodio fue la irresponsabilidad con que nos expusimos a terminar muertos. En mayo de 1976 no había condiciones para que el hecho tuviera publicidad, alguna repercusión. Habían matado a un preso en Córdoba estaqueándolo, otros habían sido asesinados. Miles eran secuestrados y desaparecidos. Y cuando se nos levantó la sanción, nosotros estábamos chochos por haber preservado nuestros culos.

¿Fue un azar que no saliera mal?

–En la cárcel no mataban a nadie si no tenían orden de matarlo. Si estabas enfermo te llevaban a la enfermería y te curaban. En Devoto no hubo episodios de asesinato como hubo en La Plata. El director debe haber pensado “es importante que esta gente coma porque se me va a morir a mí y voy a ser responsable”. En ese sentido tuvimos suerte, pero nosotros no teníamos ninguna seguridad. Fue un límite. A partir de ahí empezamos a pensar en las cosas que no se podían hacer en la cárcel.

Si se morían hubiera sido un acto de heroísmo un tanto tragicómico.

–La homosexualidad era un tema tabú. Cuando alguien me dijo de otro compañero “el rubio es puto” me sorprendí por dos cosas. Primero porque es una actitud de mierda pero sobre todo porque no se hablaba de eso.

Pero hablaban de sexo.

–Había una cosa idealizada con las compañeras, un temor muy grande de que no aguantaran más y nos dejaran. En la cárcel, la homosexualidad era una de las cosas malas que a vos te podían pasar, y la locura era la otra. Porque liquidarte no era solamente matarte sino transformarte en otro. Había cierta incompatibilidad entre la militancia y la homosexualidad. A ese versito “no somos putos, no somos faloperos, somos soldados de Far y Montoneros” nunca lo canté, pero para nosotros su sentido era responder a los dichos de la derecha peronista.

Sin embargo hubo cuadros importantes que eran gays. ¿Se hacía la vista gorda?

–No había nada frente a lo que hacer la vista gorda. Estaba muy internalizado y no se veía. En la cárcel no había una actitud homofóbica: simplemente, no se hablaba del tema. Nosotros teníamos con los homosexuales las prevenciones que tenía en general la izquierda en esos años. Una vez en Devoto nos metieron en el pabellón a dos presos comunes que eran pareja. Enseguida vimos que tenían muy buena relación con los celadores y pensamos que eran buchones, porque estaba prohibido que se nos juntara con los comunes. Pero en el fondo debía de haber el supuesto de que los homosexuales eran proclives a la colaboración.

Años después, durante unas Jornadas sobre Diversidad organizadas por el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti que dirige, Jozami escuchó el coming out de un compañero de militancia y empezó a comprender las implicancias políticas del deseo que hoy sí osa decir su nombre.

HASTA LA FICCION, SIEMPRE

Jozami ha señalado a menudo las diferencias entre la estructura carcelaria y la del campo, pero también las excepciones que acercaban la estructura de la cárcel a la del campo.

Nico Rost había escrito en su libro Goethe en Dachau: “Leer todavía más, estudiar aún más y con mayor intensidad ¡aprovechar cada minuto libre! Literatura clásica como sucedáneo de los paquetes de la Cruz Roja”. Otro sobreviviente, Jean Améry, se indignó. Para él no podía ponerse el concepto histórico, geográfico y político del campo con el de espíritu.

En la ESMA a veces los prisioneros accedían a los libros secuestrados. Una suerte de best seller era La orquesta roja, que narraba la historia de Leonard Trepper, agente soviético capturado por los nazis que fingió colaborar con ellos mientras preservaba su causa, libro que por sus características podría considerarse en ese espacio como de autoayuda. Juan Gasparini, sobreviviente de la ESMA, no lo cuenta, pero sí algunos de sus compañeros. Exageró tanto su identificación a Trepper que ya contaba el final exitoso del simulador ficticio como propio y llegó a actuar ante Jorge “Tigre” Acosta, mandamás de la ESMA, una inverosímil prueba de regeneración. Desgraciadamente, la librería de la ESMA era común a cautivos y represores. “Déjese de simular, Gasparini; yo también leí La orquesta roja”, lo increpó el Tigre.

Había entre los montoneros una cierta mística antiintelectual.

–No en la cárcel, aunque como te conté no había tantos amantes de los libros como yo pensaba. Otra cosa es el tema de la escritura. A mí la cárcel me dio algo: escribir pasó a ser lo principal. Entonces empecé a tener una cierta disciplina para escribir que nunca había tenido, porque yo era excesivamente político y eso me llevaba a la palabra oral. Había sido delegado estudiantil en la Facultad de Derecho, dirigente sindical, lugares donde hablaba durante las asambleas, daba algunos discursos y por ahí escribía un articulito. Y era sobre todo un lector de las ciencias sociales. Estuve dos años en la cárcel de La Plata, en donde no podían entrar más que libros de ficción, lo cual me vino bárbaro porque hice una formación básica de los clásicos. En un período me tomé en serio el ajedrez. Tenía un compañero que era de primera categoría en San Luis, que no era lo mismo que ser de primera categoría en Moscú pero algo era. Nos enseñaba aperturas y finales y empecé a pedir libros de ajedrez. Pero también tenía esa idea de que yo tenía tareas que cumplir en la cárcel. Entonces en un momento me pareció una frivolidad, porque me preguntaba ¿acaso voy a dedicar mi vida al ajedrez? ¿Por qué no utilizo ese tiempo del ajedrez en leer y escribir sobre las cosas en las que voy a seguir trabajando cuando esté en libertad?

Parece una cita de Operación Masacre, en donde el ajedrez es lo que el narrador deja para comenzar su investigación a modo de bautismo político. Dice algo así como que estaba en el bar en donde se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, sobre todo de la apertura siciliana. Después dice esa frase terrible pero ya irónica: “Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?”.

–Puede ser, en todo caso debe haber sido una influencia inconsciente. También podría haber pensado: “Qué bueno que encontré el ajedrez, que es una cosa buena para entretenerse”. Y mi historia con el ajedrez termina cuando un médico me dio el remedio equivocado. Necesitaba algo para el estómago y me entregó una pastilla fuertísima, como un narcótico. Me acuerdo de que yo jugaba con un pibe al que siempre le ganaba, un principiante, y me ganó cuatro partidos seguidos. Lo que más me sorprendió es que yo que soy bastante competitivo, estaba encantado. No me importaba. Me estaba pasando a la escritura.

¿Nostalgia de la cárcel? Es una pregunta siniestra, pero en muchos presos políticos noté la nostalgia de una comunidad masculina descripta casi en términos proustianos.

–Yo tomo mate y me siento en la cárcel. Me voy a dormir y digo: “Me vuelvo a mi celda”. Hay una cosa que a Lila le causa mucha gracia: siempre cuento “Cuando llegué a Rawson” o “Me fui de La Plata” y parece que me refiero a un viaje de placer. Supongo que es una reacción para creer que en todo momento uno sigue manejando su vida, pero también contribuye a una idea menos trágica de lo que pasó.

Vos en el libro citás a Primo Levi: sobrevivir para dar testimonio. También sugerís que vivías la experiencia de la cárcel con la conciencia de que ibas a escribir y entonces era como si estuvieras “actuando” para poder escribir la escena después. No recuerdo qué escritor decía que no quería recibir a un periodista porque después tendría que registrarlo en su diario.

–Yo digo en el prólogo que ya declaré en los juicios, lo cual no quiere decir que no esté dispuesto a declarar de nuevo si hace falta. En 2922 es otra cosa. Me tomo ciertas libertades, en cambio en los juicios traté de ser lo más conciso posible en cuanto a aportar pruebas para una condena. Uno se siente escritor cuando, al ver una cosa, piensa cómo la escribiría. Y a eso lo desarrollé en la cárcel. Yo antes no lo pensaba. Si había un hecho excepcional y tenía un costado político, daba pie para una denuncia, una movilización, una protesta, a todo lo podía expresar oralmente. En la cárcel empecé mandando en las cartas críticas de los libros que leía y en un momento me di cuenta de que elegía los libros en función de la crítica que iba a hacer. No era que leyera un libro y si me gustaba me daba ganas de criticarlo. Ahora me siento mucho más un escritor, independientemente de que sigo haciendo política.

¿No imaginás un pase a la ficción?

–En otra vida.

27/04/14 Página|12, Suplemento Radar