miércoles, 1 de abril de 2015

El silencio de nuestro héroe (el héroe de los de abajo) Por Pedro Patzer

El silencio de nuestro héroe está hecho del crujido de la canoa del pescador que a mitad del Paraná no espera ser encantado por el canto de las mitológica sirenas aunque sí confía en que el himno de sus ahogados ponga de pie a las patrias secretas del río. El silencio de nuestro héroe está conformado por las bagualas de los vientos sin nombre, por el galopar de los caballos salvajes que parecieran rendir tributo al silencio de Felipe Varela en su exilio de los manuales de historia. Silencio, el de nuestro héroe, construido por los pueblos que murieron con la peste del desierto que se esparció cuando el país se quedó sin trenes. Silencio acumulado por los changos a los que no se les permitía hablar su “lengua de indios” en las escuelas del gran civilizador. Silencio por las localidades a las que se les cambiaron sus nombres ancestrales por los de estancieros ingleses. Silencio de los que no tuvieron una lápida con su nombre, ni siquiera una cruz de algarrobo en los remotos caminos de la historia. Silencio de la callada bicicleta de Claudio Pocho Lepratti, silencio de los puentes sin Kosteki y Santillán, silencio de San Martín contemplando desde el barco por última vez esa tierra, silencio de los viejos ypefianos de Tartagal ante la tragedia de la privatización de YPF, silencio del maíz ante el atroz alarido de la soja, todo el silencio de siglos que se resumen en los ojos de los mineros de Andalgalá; el sacha silencio que en el Santiago profundo se escucha entre retumbo y retumbo de legüero; el silencio de Gatica noqueado por la vida, y puesto de pie, nuevamente, por la máquina de escribir silencios de Osvaldo Soriano. El silencio de los cafés de Palermo ante la ausencia de Miguel Abuelo y sus cartas abiertas a la vida: “La vida es un libro útil para aquel que pueda comprender”; silencio de óxido de los barcos hundidos en los pinceles de Quinquela; el silencio después del yaraví con el que en el Jujuy adentro despiden a sus muertos; el silencio de los desiertos compilados por las milongas de llanura; silencios de los cartógrafos ante el viento patagónico que borra las fronteras de los mapas políticos y enciende los mapas espectrales de la ciudad de los Césares; silencios de los bisnietos de Martín Fierro que en la villa entonan cumbias desesperadas; el silencio de los arrabales de Dios ante la poesía humana de Discépolo; el silencio austral luego del último sapucay en Malvinas; el silencio de los peones golondrinas, que nunca levantan vuelo, que jamás gozaron de la ventaja del cielo de los estancieros; silencio de la curandera ante los remedios que la Pachamama le sugiere; el silencio con el que Atahualpa Yupanqui enseñaba a cantar la vidala; el silencio de Manuel Dorrego ante el cantar de los pájaros en su última tarde de Navarro, silencio del mismo linaje de Juan José Castelli, el orador de la revolución de mayo, que irónicamente muriera por un cáncer en la lengua; silencio como el callar del mar cuando Mariano Moreno, se convirtió en el primer desaparecido de esta patria, silencio similar al del crucero Belgrano hundiéndose en los márgenes de los mapas; silencio de Homero Manzi que ante la aristocracia de la palabra se plantó y pronunció: “ante de ser un hombre de letras, prefiero hacer letras para los hombres”, la misma aristocracia que le dio la espalda a Leopoldo Marechal: “¡Ah, no me digas nada, ni la palabra antigua/ ni las canciones que ha mordido el tiempo!” El silencio de los valles, silencio donde los antigales calchaquíes recuperan las confesiones del cardón; el silencio de nuestro héroe hecho de la zamba del zafrero, que luego de su día consagrado al machete y la caña, se entrega a las seis cuerdas con las que apacigua, la amargura del azúcar siempre ajena. El silencio de las plegarias interiores de los humildes ante la cabeza del Chacho Peñaloza exhibida como trofeo de los “civilizados” en una plaza de Olta, silencio que regresara a otra plaza, casi un siglo después, luego de ser bombardeada. Silencio amarillo de las biblias de hotel de provincia, silencio del que se queda sin pilas en la radio y no logra que Dolina le corrija el insomnio; el silencio del cerro cada vez que muere un baqueano; el silencio de los trenes sin Oliverio Girondo; el silencio del camionero ante cada ermita del Gauchito Gil, el silencio de los devotos de la Virgen del Valle que también le rezan a la santa de los humildes catamarqueños, María Soledad Morales; el silencio de Juana Azurduy y de Evita, que cada tanto nos recuerdan la América es mujer, que la historia es mujer; el silencio de los hijos de la sequía ante el éxodo de vida, el silencio del padre que pierde la batalla del pan, el silencio de los próceres del guiso; el silencio de los padres Mugica y Angelelli ante el vía crucis de nuestros cristos descalzos; el silencio de la noche campesina luego del “duerme, duerme, negrito”; el silencio de Buenos Aires sin el fervor y les elegías de Borges; el silencio de los guaraníes sin tierra que anhelan alcanzar la Tierra sin mal; el silencio de los cazadores (de la revista weekend) ante la aparición del Coquena; silencio del viejo bibliotecario ante los lectores que cambiaron las tardes de libros por las del bingo; el silencio de la calle Florida sin la Richmond; el silencio de los patios sin la imaginación de María Elena Walsh; el silencio de Manuel Belgrano ante el fuego que iluminó el éxodo jujeño; silencio como el del teatro abierto devorado por las llamas; el silencio de los otros libros que iba a escribir Rodolfo Walsh; el silencio del clavel sobre el piano de Pugliese; el silencio de la luna de Callao sin el corazón polizón de Horacio Ferrer; el silencio de los idiomas ancestrales de nuestra tierra ante el pedagogo que aconseja “pensar en inglés”; el silencio de los habitantes del oeste de La Pampa ante el río que le robaron: el Atuel Salado Chadileuvú, más conocido como el río de la sed, silencio hermano al de la Difunta Correa amamantando de esperanza a los sedientos peregrinos de San Juan; silencio como el de los locos del zonda, silencio pariente de los que ofrecen su alma a la sudestada rioplatense; silencio de los corazones de la Patria Grande ante los diminutos espíritus de los apólogos de la patria chica; silencio del maestro del pequeño pueblo ante el funcionario que habla de “primer mundo” y “tercer mundo”, funcionario que no advierte el esfuerzo que hizo ese docente para comprar un mapamundi y explicarle a sus alumnos que hay un sólo mundo y que éste comienza desde el sur; silencio del último puestero ante ante el lamento de Santos Vega por su derrota ante el diablo (el progreso), silencio como el del barrio que ha perdido su calesita; silencio del puneño ante el intelectual que nos define como “hijos de los barcos”; silencio de la avenida Garay sin el Aleph, silencio de Balvanera sin Jacinto Chiclana; silencio de la selva ante la máquina de escribir de Horacio Quiroga; silencio del hachero después de derribar el alma del monte, un silencio en el que aprende que cada árbol que derriba lo hace más pobre; silencio de las banderas ante los países de la Argentina secreta que celebra un poncho al viento; el silencio del alma de Güemes ante el pomposo gaucho de desfile; el silencio de Lugones ante una vida de mil vidas borrada por tan sólo un vaso de veneno; el silencio de la chichí que no tiene plata para ir a ver a la Mona; silencio de los trashumantes ante un nuevo amanecer a la deriva; silencio de la guitarra sin los nidos donde los pájaros eléctricos de Spinetta desarrollaban su música celestial; silencio sin la historia desopilante del taxista porteño; el silencio de la piedra ante tantos siglos de exilio de la montaña; silencio del mate del solitario; silencio de los que esperan a que los Vairoleto, los Juan Moreira y los bandoleros sagrados, regresan a hacer justicia para los de abajo; silencio del cielo del sur ante el retumbo divinamente pagano del kultrún; silencio de los Ramonas y de los Juanitos Laguna sin el color de Berni; silencio de los cines de pueblo sin las películas de Favio; silencios de leguas acumulados en cada paso del arriero; el silencio del pastor ante la mula que carga el ocaso en la quebrada; el silencio de los viejos trofeos de la desaparecida sociedad de fomento; el silencio de un alma chayera luego de febrero; silencio de los pasajeros del tren Roca ante el bendito salmo del vendedor ambulante: “no le vengo a vender, le vengo a regalar”; el silencio del limonero del patio ante los consejos del abuelo; el silencio del algarrobo natal ante la poesía de Antonio Esteban Agüero: “"Padre y Señor del bosque./ Abuelo de barbas vegetales./ Algarrobo natal. Torre del cielo./ Monumento y estatua del follaje./ Hijo del Sol y de la Tierra unidos./ Árbol de luz. Espejo de los siglos./ Dios vegetal de corazón fragante./ Así yo quiero terminar la Oda,/ asistido por Ángeles del Canto:/ Algarrobo natal, Abuelo nuestro,/ ¡Catedral de los pájaros!” Silencio de los buzones de Buenos Aires a los que ya nadie les entrega una carta; silencio de los caldenes ante el diálogo milenario del sol y el salitral; silencio de los que saben que para rezar por las noches se precisa una guitarra; silencio de la llanura sin fogones; silencio de los muros urbanos sin algún mandamiento de aerosol; silencio del que viene de lejos (de siglos) custodiando la creación de Viracocha; silencio cultural de la coca, silencio que nos recupera ante la palabra apunada; el silencio de la llama, el silencio de los caminos sin nombres; el silencio del domador ante la furia continental del bagual; silencio de los suburbios del alma sin las aguafuertes de Arlt; silencio de los corazones libres al comprender la metáfora del diablo de la salamanca, la idea de resistencia espiritual y cultural ante la colonización; el silencio del antropólogo ante el pueblero que hace llover; silencio del inmigrante ante el mar de tierra que es la pampa; silencio de los hijos de la Pachamama ante el alambrado; el silencio del trovero ante el viejo sabio que le recuerda que no hay atajo para llegar al hondo camino del canto; el silencio del joven historiador que descubre que le enseñaron una historia falsificada; el silencio del humilde chacarero ante el choclo transgénico; el silencio de la luna de Amaicha, luna que jamás pisarán los astronautas, luna que sólo se alcanza golpeando el parche de una caja; el silencio del pibe que comprende que cultura es la historia de su padre el colectivero, que cultura es su lucha por dejar el paco; el silencio del padre Julián Zini que descubrió que su religiosidad está consagrada a Dios y Ñamandú; el silencio del hombre que en su bote toma clases del idioma del junco y el barro; el silencio de los que luchan por la vida en un lugar llamado La Matanza; el silencio del que deja de ser turista y comienza a ser un habitante del otro misterio de la copla popular; el silencio del Alfonsina ofreciendo su cuerpo como elegía del mar; el silencio de los justos ante la prepotencia de los cultos ignorantes; el silencio de los caídos en las batallas de la pobreza; el silencio de la flor sencilla que ofrece un poco de color en los jardines del Borda; silencio ante el que olvidó sus goles de potrero y da besos profesionales a camisetas ajenas; el silencio de la enfermera del hospital que pese a todo, nunca dejó de limpiar las heridas del mundo; el silencio del solitario vallisto mejorado por el cantar de los grillos; el silencio del río Pilcomayo ante el canto rezo de los Qom; el silencio del conurbano bonaerense ante las canciones - manifiestos de Los Redondos; el silencio del Curaca ante tanta el farfulleo de los esclavos culturales; el silencio de Túpac Amaru que regresa en la libertad del vuelo del cóndor; el silencio de Inti ante la vida que cabe en el grano de maíz; el silencio indoamericano de arcilla que acecha en las cerámicas; el silencio del que sabe que el canto pertenece a los pájaros y al pampero; el silencio de kolla que comprende que para trepar a la cima del cerro, primero debe conocer su corazón, el kolla advierte que él es el cerro; silencio del que intuye que su destino es la baguala; silencio de los pesebres pobres donde se aprende que la auténtica riqueza es la redención; el silencio del pocero ante la parábola secreta de la tierra; el silencio del vino ante la ausencia de Jaime Dávalos; el silencio de los que construyen entre los escombros; el silencio de los que la vida sólo le ha puesto agujeros en la camisa como medallas o agujeros en la media como la poesía caminante de Tuñón; el silencio del aborigen que doma al caballo salvaje con un abrazo; el silencio del paisano que sabe que nadie es dueño de algo que no sea desbaratado por un atardecer de campo; el silencio de los tanques de agua, que son los monumentos que el día ha construido en las terrazas del barrio; el silencio del ombú luego de centenares de estilos perdidos bajo su sombra; el silencio del payador al comprender que la milonga es una forma de soledad; el silencio de la tranquera de la querencia donde hasta Dios se ha marchado; el silencio ante la tristeza que acuña su moneda en la mirada de quien observa la sonrisa de Gardel; el silencio de los patios del sainete desde que Buenos Aires se quedó sin conventillos; el silencio del médico de ciudad ante los yuyos que le recomienda la Machi; el silencio del músico salamanquero al comprender que llaman “música culta” a la que se ejecuta en el teatro Colón, Colón, el hombre que trajo el nombre que le quitó al continente su verdadera denominación: Abya Ayala; el silencio del ajero mendocino ante la inescrupulosa paga, silencio que tiene destino de vino y cogollo a mitad de la tonada; el silencio colmado de multitudes de las madres de los jueves y de las abuelas de la memoria; el silencio de los que nunca tendrán una oración en un libro de historia, sin embargo son los verdaderos próceres cotidianos; el silencio de los isleros litoraleños cansados de escuchar a los profesores hablar de La isla de Robinson Crusoe pero nunca mencionar las aventuras del hombre de río ante el acecho del Yasí Yateré; el silencio de Leda Valladares ante el canto de las copleras cafayateñas, canto que le hiciera abandonar la filosofía occidental “bien cuidada por los europeos” y consagrarse al hondo cancionero del continente

Ninguno de los silencios de los que está hecho el silencio de nuestro héroe, se parecen al de las estatuas y al de los monumentos, nada tienen estos silencios del silencio de los museos y de los púlpitos, nada del silencio de los claustros, ni del balbuceo de la plegaria enunciada de memoria, ni del silencio de los expedientes en blanco, ni de la distante palabra de los académicos. El silencio de nuestro héroe está colmado de voces, de voces pájaros, de voces chicha, de voces rezabaile, las palabras de la otra tierra, voces Pachamama, voces que trascienden los caprichos de la cartografía y se consagran a la sinfonía de raza que hace siglos está latente en nuestros corazones.
Pan y Cielo, el blog de Pedro Patzer

400 días de desequilibrios inminentes Por Pablo Tigani

Durante muchos años la industria de los “analistas de riesgo y consultaría catástrofe” floreció, pero el fervor que azuzaba a los mercados se marchitó al comenzar este otoño; corporaciones multinacionales redujeron sus departamentos y comprimieron significativamente los gastos en servicios de consultaría externa. Es que finalizando el primer trimestre del año asistimos a un panorama económico sereno, no hubo salto de la brecha cambiaria ni fuerte caída de las reservas, ni desplome de las expectativas; como en algún momento vaticinaron muchos “analistas el mercado”, sino, todo lo contrario. El manejo de la política económica de Kicillof y la sintonía monetaria de Vanolli, lograron atenuar los pronósticos de 400 días de desequilibrios inminentes.

El pánico de una crisis macroeconómica por falta de dólares o por nominalización ascendente de las variables nunca sucedió y dejó en cambio un escenario donde estos riesgos disminuyeron hasta lo impensado en el corto plazo. El Gobierno se aseguró la transición con el swap de monedas con China (el que no servia para nada o nunca llegaría), hubo financiamiento externo adicional con bonos de YPF y bonos de la Ciudad de Buenos Aires. El dólar blue se mantiene calmo en $12.72, el BCRA sigue abasteciendo la demanda de dólares-ahorro para quienes estén en orden con la AFIP. Hasta hay cierta euforia financiera en los mercados de bonos y activos producto del efecto: “Massa se cae, Macri no existe, el proyecto sigue y no explota nada”, todo esto contribuye a la estabilidad de corto plazo que estamos viviendo. También se moderó la inflación que iba a superar el 50%, y a pesar del fortalecimiento del dólar a nivel global, la caída del precio de las commodities y la depreciación del real brasileño, nada alteró la situación en la coyuntura.

El ahora candidato y ex ministro de economía de Cristina, el muchacho de la 125, dice que no hay un fenomenal atraso cambiario, que incluso un dólar libre estaría en la mitad de la brecha actual, otros ya piensan que el dólar no será problema para un eventual sucesor. Mientras que el nivel de actividad, se desacelero en 2014 (2013 se creció entre 3 y 4%), parece que ya muestra alguna mejoría de pronostico en los próximos dos trimestres.

Luego de la marcha del 18F y la fallida de Nelson Castro, el humor social ha mejorado, la última encuesta de Management & Fit, dice que ha habido un giro positivo en las expectativas sobre la marcha de la economía: la expectativa negativa sobre el futuro económico que en septiembre era de 62.2%, ahora se redujo a 36.3%.

La gente percibe que con la moderación de la inflación y la recomposición salarial en paritarias que se avecina, el poder adquisitivo de sus ingresos podría mejorar, dando algún impulso al consumo; cuando poco tiempo atrás surgían temores de cualquier accidente económico que iba a golpearles el bolsillo.

En este contexto, gana el optimismo, parece que el Gobierno confía en que puede llegar a la elección en un clima económico más favorable aun, y cree que protagonizará una transición apacible, sin referencias en la historia económica reciente. En este contexto, hoy el Frente para la Victoria tiene encuestas donde aventaja a la alianza PRO-UCR, 40% y 28% de los votos, en ese orden, Massa ha quedado distanciado, sin duda han aumentado las chances electorales de un triunfo del oficialismo. Si la elección se polarizara, las simulaciones de segunda vuelta sugieren que hoy se impondría el FPV sobre PRO-UCR holgadamente, porque el voto massista en gran medida retornaría al FPV en una segunda vuelta. Las encuestas recientes reflejan que hay más gente que prefiere la continuidad con cambio (2/3), que cambio sin continuidad (1/3), lo que nutre mas las chances del FPV. En otro orden de cosas, el Gobierno también obtuvo conquistas en plano judicial: la Sala 1 de la Cámara Federal decidió que no continuará con la investigación de la denuncia de Nisman por encubrimiento, como lo habían solicitado los fiscales Pollicita y Moldes, y el Tribunal de Casación, parecería en cambio que podría terminar fallando a favor del Gobierno declarando constitucional el acuerdo con Irán.

Desafortunadamente el declive de “la industria de pronosticadores catástrofes” no trajo consigo la disminución de amenazas, importuna el paro del 31 de marzo, hay que seguir lidiando, a los riesgos habrá que reducirlos, economía aprendió a administrarlos, solo hay que asegurarse contra “amenazas novedosas”, una especie de espantajo que surgió, durante el verano.

Diario Registrado

Pasión por el periodismo y la militancia

La gustaba presentarse como “mujer y compañera”. Compartió los últimos diez años de la vida de Walsh. Luego de la desaparición del escritor, debió exiliarse en México. En 2010 declaró en el juicio por la ESMA.

Compartió con Rodolfo Walsh los últimos diez años del escritor. “Mujer y compañera”, se presentaba en las notas que Página/12 publicaba en cada aniversario. Trabajadora de prensa en La Opinión y en Página/12, militante en el gremio de prensa, fue lectora privilegiada de la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar y de los cuentos inéditos que la Armada robó de la casa de San Vicente y que nunca dejó de buscar. Sobreviviente del exilio, militó por la verdad y la justicia desde los organismos y en 1997 firmó un escrito pionero del Centro de Estudios Legales y Sociales para exigir la apertura de los juicios por la verdad. Cuando Néstor Kirchner asumió como presidente, ingresó a la Secretaría de Derechos Humanos y años después representó al Estado en el ente público tripartito que administra el Espacio Memoria y Derechos Humanos, en la ex ESMA. Lilia Ferreyra, de ella se trata, murió ayer a los 71 años. Sus restos serán velados hasta las 11 de la mañana en la Sala Cortázar de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502). Luego serán llevados a Junín, su ciudad natal.

“He tenido distintos trabajos, distintos estudios, pero todos marcados por una misma pasión, que es la pasión por entender el mundo en que vivo y comprometerme con hacerlo cada vez más justo”, se presentó en el ciclo Somos Memoria en Canal Encuentro. De familia de “clase media baja pero instruida”, cumplió el mandato familiar de ser maestra. Estudió Literatura mientras trabajaba en una fábrica, donde conoció a los primeros peronistas, y en 1966 llegó a una pensión de Buenos Aires dispuesta a “ser revolucionaria”. “Pertenezco a esa generación atravesada por un mundo que intentaba transformarse”, explicaría. Conoció a Walsh en 1967. Trabajó en la editorial Jorge Alvarez y fue delegada de base en La Opinión. Juntos atravesaron la etapa en que Walsh dirigió el periódico de la CGT de los Argentinos, la militancia en el peronismo revolucionario, la primavera camporista y el pase a la clandestinidad, con Walsh insertado en la estructura de inteligencia de Montoneros.

Los últimos meses junto a Walsh fueron “dolorosamente intensos”, escribió. Apuntó las caídas de Victoria Walsh y al allanamiento de una casita de fin de semana en el río Carapachay, hasta que a fines de 1976 se radicaron en San Vicente. Fue “nuestro propio repliegue”, jugó con las palabras: Walsh planteaba el repliegue de Montoneros para preservar a la mayor cantidad posible de compañeros. El 25 de marzo de 1977 viajaron en tren y se separaron en Constitución. El 26, cuando al volante de un Ami 8 llegaba con Patricia Walsh y familia a la casa de San Vicente, le llamó la atención ver la tranquerita abierta y ningún rastro del humo del asado que habían planificado. Bajó alarmada y se encontró con la casa destruida, puertas y ventanas acribilladas, el inodoro en el jardín. Walsh había alcanzado a despachar en un buzón varias copias de la Carta Abierta. Poco después había sido emboscado por un grupo de tareas de la ESMA.

Comenzó entonces “la incertidumbre, la angustia y la desesperación por saber qué pasó”, explicó en 2010 en el primer juicio de la ESMA. También los hábeas corpus, el trabajo para seguir difundiendo copias de la Carta Abierta y finalmente el exilio en México. En 1977 alguien le dijo por primera vez que Rodolfo había muerto en esa emboscada. Al año siguiente leyó en un testimonio de tres sobrevivientes que “llegó muerto a la ESMA”. En 1982, en Madrid, conoció a Martín Grass. “Dos sobrevivientes, uno de la ESMA y otro en el exilio”, escribió. Grass había visto el cuerpo acribillado de Rodolfo en el sótano de la ESMA y había accedido a los escritos inéditos que sólo Lilia conocía. “Una alegría extraña, una excitación indecible me sacudió”, confesó, cuando le empezó a relatar “Juan se iba por el río”, el último cuento de Walsh, y Grass la interrumpió para continuar el relato. “¿Los dos únicos lectores?”, se preguntó en aquella contratapa de 2006.

Con el retorno de la democracia volvió a trabajar en prensa. Durante años fue asistente del periodista Horacio Verbitsky. El 22 de mayo de 1997, acompañada por su abogada Alicia Oliveira más un grupo de periodistas e intelectuales, se presentó ante la Cámara Federal porteña para pedir la restitución del cuerpo de Walsh y “de sus obras secuestradas, las que forman parte del patrimonio cultural de la sociedad por la que vivió y murió”. Poco después ingresó a la redacción de Página/12, donde fue editora del suplemento Turismo. Firmó un puñado de notas, todas sobre Walsh, excepto una entrevista al diputado cubano Lázaro Barredo Medina, director del diario Granma.

“Las piezas han ido cambiando su posición en el ‘territorio’ de la lucha contra la impunidad”, celebró en estas páginas en marzo de 2008. “Los responsables del terrorismo de Estado están siendo procesados, ninguna teoría de los dos demonios puede manipular la verdad sobre los crímenes de la Junta Militar, y el centro clandestino de detención de la ESMA, así como muchos otros, es ahora un espacio recuperado para la memoria y la defensa y promoción de los derechos humanos”, describió.

El día de la sentencia llegó a tribunales con la Carta Abierta en la cartera. “El juicio para mí tiene un sentimiento más íntimo”, le confesó a la periodista Alejandra Dandan. “La sensación de que es una respuesta tardía al alegato que Rodolfo escribió en la Carta a la Junta Militar”, explicó. Su conmovedor testimonio, en 2010, incluyó la reconstrucción de varios cuentos inéditos. “Puede ayudar a que sean recuperados, reconocidos por otras personas”, se esperanzó. “Rodolfo, te escucharon”, escribió hace tres años, cuando la Carta Abierta se instaló en catorce paneles de vidrio a metros del Casino de Oficiales. “Instalar la Carta en el predio de la ex ESMA es un acto de libertad conquistada por esa conjunción de voluntades históricas y políticas”, resumió en referencia a la lucha de los organismos y a la voluntad de Néstor Kirchner.






Su propia figura
Por Eduardo Jozami *

La figura de Lilia Ferreyra que habrá de perdurar en el recuerdo es inseparable de la de Rodolfo Walsh, porque, a poco de llegar de Junín, compartió con él los últimos diez años de militancia política y vida intelectual, pero también porque ella quiso siempre ser recordada así, como la compañera de Rodolfo. Sin embargo, quienes fuimos sus amigos, aunque también nos ubicamos, de algún modo, bajo la estela de Walsh, sabíamos apreciar la escritura de Lilia, su comprensión política, sus juicios penetrantes y ese olfato para reconocer cuánto había de valioso en una persona y cuánto de trascendente en cualquier situación política.

Su experiencia de la CGT de los Argentinos, en la que acompañó a Walsh, la marcó al punto de llevarla a ser delegada sindical en varias de las empresas periodísticas en las que trabajó. Exiliada en México, desde que regresó a la Argentina se vinculó al movimiento de derechos humanos y se acercó al peronismo renovador. Lilia supo como pocos ser fiel a esa tradición que la llevaba a definirse siempre como peronista y no por eso marginarse de cuanta propuesta progresista o transformadora se planteara en la sociedad, como fue la aparición de Página/12, diario al que tempranamente ingresó. Esa conjunción entre la tradición militante y la apertura a lo nuevo la llevó a ser de las primeras en vincularse con Carta Abierta, cuya coordinación integró desde un comienzo. Cuando ya los tropiezos de su salud se hicieron más notorios, Lilia trabajaba en la ex ESMA, Espacio de Memoria del que llegó a integrar su órgano de conducción. Pero más allá de los datos de su biografía, la recordaremos siempre como esa joven que se maravillaba de la ciudad, de sus calles, sus librerías y sus cines, del talento de Rodolfo, de la militancia abnegada de aquellos años, pero que tras el asombro dejaba percibir en su mirada una inquietante sensación de madurez.

* Director del Centro Cultural Haroldo Conti.

01/04/15 Página|12

Palabras de Lilia Ferreyra en la instalación de la Carta Abierta de Rodo...

Cerrado por melancolía Por Isidoro Blaisten

Entonces fui, despegué el poster de los delfines (con mucho cuidado para no romperlo), lo apoyé extendido sobre el mostradorcito, busqué la tijera en la caja de zapatos donde estaban los moñitos para regalo, corté bien al borde (bien al ras) los pegotes de dúrex que sobresalían, di vuelta el poster (la parte de atrás, la parte blanca hacia arriba), abrí el cajón del mostradorcito, saqué la plancha de aluminio con el número uno (las más grandes) de las letras autoadhesivas color naranja, descolgué la regla T que estaba disimulada detrás del estante de los best-sellers, me senté en el sillín de los clientes, tracé sobre el revés del poster, con lápiz, dos líneas perfectamente paralelas, insinué (a mano levantada) el contorno y la separación de las letras, saqué (ayudándome con la yilet) las letras de la plancha de aluminio, las pegué apenitas a lo largo del lápiz, apreté el lápiz entre los dientes (como hacía el príncipe Valiente cuando mordía la daga y salía nadando de la cisterna de la mazmorra de la fortaleza de Ulfrún), me levanté, abrí la escalerita, la dejé preparada, me colgué el poster sobre el brazo extendido, subí con cuidado y en la vidriera del frente, del lado de adentro, con los catorce pedacitos de dúrex perfectamente distribuidos (tres en los lados menores, cuatro en los lados mayores), puse el cartel.

Después me bajé de la escalerita, salí al pasillo, me paré frente a la vidriera, retrocedí algunos pasos (para apreciar la perspectiva) y lo observé detenidamente. Quizás la presencia (aunque transparente) de las catorce tiritas de dúrex distrajese un poco del núcleo central, quizás el centro de atención estuviese un poco torcido a la izquierda pero de cualquier forma el encuadre del cartel respetaba las leyes de la asimetría. Las grandes masas de blanco y naranja estaban muy bien balanceadas y el fondo blanco (el dorso del poster de los delfines) le otorgaba a las letras naranjas (que es el color que más y mejor se ve, por eso lo usan los astronautas) una sensación grata y aérea como en las estampas japonesas. Así es. Las letras autoadhesivas lucían como pintadas (con un dejo de reminiscencia fosforescente), y era notable cómo el seno enhiesto de la muchacha del poster que estaba pegado a la derecha en la vidriera principal (Ser feliz es algo maravilloso, se llamaba) coadyuvaba a la composición apuntando con su pezón (como una señal o un indicio) hacia los laterales del cartel.

Entonces volví a entrar. Cerré la escalerita que estaba estorbando el paso, la apoyé contra el estante de los best-sellers, me senté en mi silla, apoyé los codos sobre el mostradorcito, apoyé la cara entre las palmas de las manos y contemplando el poster de los delfines (que ahora eran la parte de atrás del cartel), me puse a pensar. 

Pensé en todos estos años de la librería, pensé en veinticinco años atrás cuando yo empecé a escribir el primer cuaderno Gloria, pensé en los diecinueve cuadernos Gloria, y pensé en el último, en el que estoy escribiendo ahora. Pensé también que durante los últimos cinco años no había dejado de pensar un solo día en lo que iba a pasar cuando pusiese el cartel. Y ahora que el cartel estaba puesto, pensé, no tenía en qué pensar. Entonces miré el poster de los delfines.

Ahora el poster de los delfines estaba horizontal y distinto. Parecía que los delfines estaban también distintos, parecía que estaban más hacia arriba, más en diagonal. Creo que hasta los veía más violentos y decididos que cuando estaban detrás del vidrio de la puerta rebatible. Ahora los veía como de flecha certera, de jabalí embistiendo bajo el agua, algo de jabalina y recuerdo que me sonreí porque me pareció distinta la estela, esa estela iridiscente, como de mica mojada, que dejaban.

En cambio ahora al mirar la puerta rebatible se sentía una sensación sucia. Ahora se veía el rectángulo transparente que había dejado en el vidrio el poster de los delfines. Un rectángulo de nada, solo y vertical con una tira de dúrex reseca colgando del borde abajo. Daba esa sensación de cuadro que ya no está en la pared y el contorno era nítido y cruel porque alrededor se notaba la zona opaca, surcada de lamparones, surcada de pelusas, percudida.

De pronto vi algo extraño. Al mirar a través del rectángulo vi que ahora se veían los libros a través de la puerta rebatida. Mejor dicho, la parte de atrás de los libros que estaban en la vidriera principal. “Bueno”, recuerdo que pensé, “todo lo que me queda por hacer es entrar el exhibidor de las tarjetas humorísticas, apagar todas las luces, cerrar para siempre la puerta rebatible, salir a la calle y tirar la llave en la alcantarilla”. “O mejor aún”, pensé, “en la lata de la municipalidad donde dice Papeles”. Pensé también en prenderle fuego a la librería. Empezaría (por ejemplo) haciendo una pila con los noventa Quijotes de Barcelona que estaban en la mesa de ofertas (los noventa Quijotes de Barcelona que eran una maravilla y realmente baratos). Los juntaría en un solo haz, los rociaría (bien rociados) con el thiner de la garrafita del sótano (a cuya vera habían estado los diecinueve cuadernos Gloria) y les prendería un fósforo. “Un único y simbólico fósforo” (recuerdo que pensé). Pensé también en los kafkas y en los faulkners, en los henri james y los rilke, ahí, en los estantes casi vacíos y sentí algo parecido al dolor, algo como una punzada.

Así es. Los noventa Quijotes de Barcelona eran una belleza y realmente baratos. Se los había comprado a la firma “Llovet y Segur”. Al contado. Los últimos noventa Quijotes que le quedaban a la firma “Llovet y Segur”. Los había comprado como compré los cincuenta posters de los delfines a “Posters del Plata”. Los últimos noventa Quijotes que le quedaban a “Llovet y Segur”, los últimos cincuenta posters de los delfines que le quedaban a “Posters del Plata”. En cinco años no había vendido ninguno. Ningún Quijote de Barcelona, ningún poster de los delfines.

Ahora, mientras escribo en el último de los cuadernos Gloria, mientras voy pensando en cómo el óxido y el tiempo se parecen, en cómo ha ido cambiando mi letra, voy recordando el día en que llegaron los cincuenta posters de los delfines.

Recuerdo que lo primero que hice fue romper el paquete circular. Después (tironeando) saqué uno del paquete, lo despojé de la bolsita tubular de plástico y (con abundante dúrex) lo puse en exhibición pegándolo por el lado de adentro de la puerta rebatible.

Y ahora aquel poster estaba ahí, en lo alto, horizontal, convertido en el dorso del cartel.

En fin (recuerdo que pensé), quizás un fósforo no, quizás dejar todo cerrado. Que los kafkas y los faulkners y los henry james y los rilke y los noventa Quijotes y los cincuenta posters de los delfines se queden siempre ahí, encerrados, olvidados, volviéndose amarillos. Entonces miré oblicuamente a la izquierda y vi las baldosas relucientes del pasillo desierto y pensé: “No hay nada peor que las baldosas relucientes de un pasillo desierto cuando no hay nadie”. Y no había nadie. Los dos locales que daban sobre la vidriera de infantiles estaban cerrados. El de compro oro, con todo el frente tapado con diarios; el acuario, vacío, con un cartel bermellón en el suelo que decía “Vendo o alquilo” y el teléfono de la inmobiliaria. Al fondo, el local doble del camisero con la vidriera rota y las dos vigas cruzadas. Después el localcito del ciego, el quiosco con la cigarrera pelada, el polvo borrando el color de la madera y el cartelito enlozado que decía en letras celestes: “Prohibido escupir en el suelo”. Al final, al lado del extinguidor de incendio, el caballito mecánico, eternamente descompuesto, tapado con dos cajas de cartón, asomaba el hocico despintado a través del agujero abollado de la caja. No había nadie. Adelante, arriba, tampoco había nadie y se podía escuchar el más leve roce del frío. Salvo la chica de la zapatería a la entrada de la escalera y la novia de América en el localcito de enfrente, en la galería no había nadie. Miré a la novia de América. La novia de América seguía peinando la peluca como si nada hubiese pasado, como si yo no hubiese puesto el cartel. Entonces me levanté. Volví a salir al pasillo. Me paré frente a la vidriera principal (de espaldas a la novia de América) y volví a mirar el cartel. Me paré como se paraba el príncipe Valiente cuando meditaba al borde del ventisquero, las manos en jarras, las piernas separadas, los codos sobresaliendo y la capa. Casi sentí sobre los codos la sensación de la capa.

Ahora, mientras estoy escribiendo en el último de los cuadernos Gloria, mientras hago minúsculos dibujos en el borde amarillo de la página, trazo líneas de puntos, flechas que se encuentran, paralelas, círculos concéntricos, trato de recordar qué fue lo que recordé.

Fue un jueves. Faltaba poco para las cinco. Hacía frío. De vez en cuando alguna bocina en la calle cortaba el silencio de la galería y el resplandor de algún coche que pasaba se reflejaba en los vidrios. Era temprano todavía y todavía no habían empezado a pasar el disco de los Beatles, todavía no había llegado el que nunca compraba, ni habían empezado a venir las adolescentes agónicas que pedían el mapa de la plataforma submarina, ni los adolescentes que me preguntaban si yo vendía posters, ni las señoras con ruleros que confundían los posters arrollados de los delfines con papel de forrar araña azul. En el localcito de enfrente la novia de América había dejado de peinar la peluca que estaba sobre la cabeza de telgopor y agachada, a través de los libros de la vidriera principal, a través del espacio entre las redecillas, las bufandas a cuadros y los cinturones colgantes, con el peine en la mano, me miraba.

Volví a entrar. Sentía en los hombros la mirada de la novia de América. Estaba seguro de que no había visto el cartel. Me senté, medité y miré la caja de zapatos con los moñitos para regalo. Entonces me di cuenda de una cosa. Me di cuenta de que cuando uno espera, cuando uno se imagina lo que va a pasar, siempre lo que pasa es distinto.

Escribo, recuerdo que guardé el lápiz que había quedado sobre el mostradorcito, y no me puedo explicar cómo en ese momento no me acordé de mi cuñado. Durante cinco años, todos los días, estuve seguro, absolutamente seguro de que cuando pusiese el cartel me iba a acordar de mi cuñado. Lo que pasó fue muy distinto, pero yo estaba seguro de que me iba a acordar, (por ejemplo), de cuando mi cuñado antes de hacer la pausa larguísima hacía callar a todos, a todos sin excepción (a los grandes y a los chicos) diciendo: “Atención. Escuchen. Escuchen. Hagan silencio. Todos. Shhhhhh”. Porque hasta que mi cuñado no tenía la absoluta seguridad de que todos, todos sin excepción, (los grandes y los chicos), habían hecho silencio, mi cuñado no hablaba. Recuerdo que, siempre, alguno de los chicos que venían con las visitas se ponía nervioso al ver ese silencio de los grandes y entonces le venía de pronto la tos o se le daba por ponerse a tironear de las borlas de la carpeta de terciopelo que cubría la enorme mesa ovalada de la sala. Entonces la madre le pegaba en el dorso de las manos o lo pellizcaba en las costillas. Recién entonces, cuando el silencio era total, cuando se podía escuchar el más leve roce de los codos sobre el terciopelo de la carpeta o el lejano chasquido de la leña ardiendo y crepitando en la cocina económica o el ruido del motor bombeando en la frigidaire (que era la única en toda la cuadra), recién entonces mi cuñado hacía la pausa larguísima, ponía aire de misterioso, achicaba los ojos y mirando uno por uno a todos sin excepción (a los grandes y a los chicos), volvía a repetir la frase capicúa que repetía cada vez que venían las visitas: “dábale arroz a la zorra el abad”.

Siempre lo que pasa es distinto. Eso pensé en aquel momento (mientras guardaba la tijera en la caja de los moñitos para regalo) y eso pienso ahora, mientras voy haciendo la lista en el margen izquierdo de esta hoja ya amarilla del último de los cuadernos Gloria.

Estoy escribiendo la lista (con letra bien chiquita para no salirme del margen) de todas las cosas que no recordé. No recordé a El príncipe Valiente, no recordé las cuarenta y ocho láminas del diccionario de Saturnino Calleja (todo descuajeringado) que fue lo único que quedó de mi padre. No recordé lo que decía en la portadilla del Quijote que mi cuñado había traído de Norteamérica junto con los breeches y las polainas y la birome y los tiradores de nailon que mi cuñado mostraba a las visitas, ni lo primero que escribí (hace más de treinta años) sobre el papel de seda de un atado de cigarrillos “Fontanares” (que eran los cigarrillos que fumaba mi cuñado) sobre el mármol veteado del aparador. No me acordé de los espejos.

Releo todo lo que he escrito hasta ahora, releo la lista y me doy cuenta de que falta algo fundamental. Falta la lámina de los guerreros, faltan los jueves al volver de la feria. Y por más que hago croquis no logro recordar por qué en aquel momento no recordé el segmento de hierro T que estaba empotrado debajo del almanaque de Gath y Chaves (donde mi cuñado colgaba la bolsa de hule). No recordé los jueves volviendo de la feria. La tricota alta, el pantalón corto, las medias Morley. Los coches pasándome al lado, rozando la bolsa de hule, y yo cruzando la calle sin mirar, sin poder sacar los ojos de El Mundo Argentino abierto en la página de El príncipe Valiente.

Ahora trato de recordar ese jueves. Dije que hacía frío, que de vez en cuando una luz como una sombra venía de la calle y se reflejaba en los vidrios de la galería y que por el pasillo no pasaba nadie. Arriba, en el segundo nivel tampoco debía pasar nadie porque en el techo no se escuchaba nada, ningún ruido de pasos, ningún taconeo, nada. En el localcito de enfrente (que estaba prácticamente empotrado en el rellano de la escalera que daba al segundo nivel) la novia de América había dejado de peinar la peluca sobre la cabeza de telgopor y había empezado a mirarme.

Dieciséis palabras atrás escribí la novia de América y ahora siento que siempre la voy a recordar. Siento que voy a recordar la peluca y voy a recordar la cabeza de telgopor y voy a recordar las orejas.

La cabeza de telgopor era una cabeza sin rostro, lisa, monda y blanca con algunas vetas siniestras como de mármol podrido. El color de la peluca tenía el mismo color que el color de las ojeras y las ojeras parecían dos canoas quietas vistas desde muy lejos, debajo de los ojos de la novia de América, y muchas tardes durante cinco años, con los codos sobre el mostradorcito y el mentón entre las palmas de las manos, yo miraba y miraba y pensaba que las ojeras se irían como navegando. Y cuando la novia de América dejaba el peine quieto (como un director de orquesta que deja la batuta detenida en el aire) y empezaba a mirarme, yo (que ya la había visto a través del espacio que había entre los libros de la vidriera principal) pensaba que alguna tarde de éstas la novia de América se iría navegando por sus ojeras y que no volvería nunca y que iban a quedar para siempre los chales y las redecillas colgando inmóviles en ese cordel de nailon y que el localcito seguiría siempre abierto y sin nadie y que sobre el mostrador de fórmica los cartelitos de los precios irían poniéndose amarillos.

Pero (y ahora lo voy recordando), ese jueves, mientras pensaba en la novia de América (que no había visto el cartel) (y que nunca llegaría a verlo), miré por última vez los kafkas y los faulkners, los henry james y los rilkes, solos, en los estantes vacíos y finales, y sentí el dolor de la despedida.

Entonces guardé la yilet en el cajón del mostrador, la tapé con la plancha de aluminio, lo cerré y esperé.

Las dos únicas clientas que pasaban por día ya habían pasado. La de la mañana en el momento exacto en que estaba abriendo. Acababa de sacar al pasillo el exhibidor de las tarjetas humorísticas y me disponía a bajar al sótano para subir el escobillón cuando apareció una señora con ruleros (dos ruleros asomando debajo de un pañuelo violeta) y me preguntó si no tenía posters con frases. Le dije que todo lo que tenía estaba a la vista y le señalé Otoñal, Ternura, La mona Chita, Alta y pequeña mía y el del pobre Jim Clarck en el coche en que se mató. Le señalé el poster de los delfines y le dije que se fijara al salir, levantando la vista, en la vidriera principal. A través del vidrio la señora me dijo que no con la mano y sonrió. Nunca pude saber si había visto el cartel. Recuerdo, eso sí, una cosa que me llamó la atención. La señora tenía tacos, más que tacos botitas. Sin embargo, cuando la vi alejarse por el pasillo hacia la calle, no oí nada, ningún ruido de tacos, nada. Se alejó nomás. 

La de la tarde llegó antes de las cinco. Era una mujer muy mayor y me pidió “Por siempre ámbar”. Le ofrecí el Quijote de Barcelona. Me dijo que no con la cabeza. Le sugerí que mirase en la vidriera principal. Salió y miró para abajo. No saludó. No taconeaba. No vio el cartel.

Entonces voy y agrego a la lista en el espacio que hay entre las cuarenta y ocho láminas del diccionario de Saturnino Calleja todo descuajeringado que fue lo único que quedó de mi padre y la lámina de los guerreros: sobretodo azul modelo Ulster. Tendría que agregar también los cornalitos y las galletas de miel entre El príncipe Valiente y mi cuñado.

Mi cuñado nunca sonreía y sus anteojos eran gruesos. Eran tan gruesos como el borde de las galletas de miel que yo tenía que traer todos los jueves de la feria (junto con los cornalitos y El Mundo Argentino). Los vidrios de sus anteojos eran muy gruesos (o quizás yo los veía así en aquel tiempo) y detrás de los cristales, los ojos de mi cuñado parecían dos mojarritas muertas y tristes, del color de los cornalitos que yo tenía que ir a devolver todos los jueves a la feria. “Ni muy grandes ni muy chicos”, me decía mi cuñado, “medianos. tenés que elegirlos medianos. Pero elegirlos vos. Si lo vas a dejar al pescadero te va a dar la primer porquería que encuentre a mano. En cuento te das vuelta son capaces de darte hasta pescado podrido. Son lo peor que hay. Fijate el volumen de los cornalitos, pensá que siempre el volumen de los cornalitos es lo fundamental. El volumen es la premisa mayor. ¿Sabés lo que es el volumen? No. Eso es peso específico. Te voy a explicar. El volumen de los cornalitos hace que cuando vos los sumergís en la harina éstos se impregnen en forma directamente proporcional a la superficie que ocupan, ¿entendiste? ¿Y a qué no sabés por qué? Porque el agente vehiculizador, el aglutinante, el cementante, es el huevo. Es como en una pintura cualquiera. Si vos tomás cualquier pintura tenés: por un lado el pigmento, la sustancia colorífica, el color. Por otro lado tenés el agente adherente, el cementante, el medio o el agente aglutinante, ¿entendiste? Muy bien. Andá y cambialos”. A veces no hacía los dibujos, pero la mayoría de las veces que yo volvía de la feria, mi cuñado, después de abrir el paquete de cornalitos sobre la plancha de acero de la cocina económica, me decía: “vení que te voy a explicar”, y me llevaba a la sala, bajaba del aparador el block de Vialidad (lleno de números y columnas), lo apoyaba sobre el mármol, sacaba uno de los lápices que estaban en el cubilete, y haciendo los dibujos me decía: “¿Ves? Muy bien. Ahora fijate vos: ¿qué sucede al freírlos, es decir al sumergirlos en el aceite hirviendo? No. Ésa es la segunda fase. En la primera fase se dilatan primero y se comprimen después. Mirá. Fijate. ¿Ves? Es como la resistencia de materiales. ¿Ves? Si son demasiado grandes, cuando se fríen toman ese amargor que es imposible de soportar. En cambio, si son demasiado chicos, te podés morir atragantado por el espinazo. ¿Entendiste? Muy bien. Andá y cambialos”.

Sólo quedaba esperar. Esperar a las cinco. Quizá el que nunca compraba viese el cartel. 

Ese jueves hizo más frío que nunca y yo, mientras esperaba, me había quedado pensando en que los pasos de los tísicos invisibles no resuenan, cuando de pronto, al levantar la vista vi que lejos, afuera, en la calle, una sola raya de sol cruzaba en diagonal la persiana de la joyería. Entonces miré al costado. Me pareció ver una sombra cerrada. Me pareció que era el que nunca compraba. Pero no había nadie. Todavía no habían empezado a pasar el disco de los Beatles.

Seguí mirando al costado. Apoyados contra el vidrio, a todo lo largo de la vidriera de infantiles, enrollados y embutidos en sus respectivas bolsitas tubulares de plástico, estaban los cincuenta posters de los delfines. Entonces vi algo. No había cincuenta. “Cuarenta y nueve, claro”, pensé (porque había que descontar el que estaba en la puerta rebatible, el que ahora estaba en lo alto, el que ahora era el dorso del cartel). “Sin embargo, no”, volví a pensar, “son cuarenta y ocho”, “porque el ajado” (pensé con más precisión), lo había doblado, hecho un bollo y tirado hacía cinco años (una tarde de lluvia) en la lata de la Municipalidad donde dice Papeles. “De manera que eran cuarenta y ocho”, pensé, y dejé la vista fija en las baldosas del pasillo porque cuarenta y ocho eran las láminas del diccionario de Saturnino Calleja, porque yo tenía cuarenta y ocho años. Entonces bajé al sótano.

Aún ahora trato de recordar lo que pensé mientras bajaba las escaleras. Lo más lógico era que yo hubiera recordado al príncipe Valiente bajando los escalones gastados de la mazmorra de la fortaleza de Ulfrún para rescatar a Aleta. Pero trato de dibujar la curva de la escalera, trato de explicarme por qué no prendí la luz, por qué bajé.

Bajé tanteando las paredes, hasta que pisé algo que se movía y algo duro me dio en la cara, en la oscuridad.

Los diecinueve cuadernos Gloria estaban en una de las cajas donde venían los noventa Quijotes de Barcelona. Recuerdo que eran cajas sólidas, cartón corrugado de primera, con una hermosa leyenda azul impresa en diagonal.

“Llovet y Segur” los había enviado hacía cinco años en cinco cajas, cuatro llenas y una por la mitad. Yo le había regalado cuatro cajas al camisero y en la que quedaba (bien precintada con abundante dúrex, atada con doble vuelta de hilo sisal, al lado de la garrafita de thiner, junto al escobillón) estaban los diecinueve cuadernos Gloria.

Aparté el escobillón que me había dado en la cara y en la oscuridad, con la caja en los brazos, subí las escaleras. Faltaba muy poco para las cinco y ahora, antes de que llegase el que nunca compraba, antes de que pasasen el disco de los Beatles, antes aún de que llegasen las adolescentes agónicas que pedían el mapa de la plataforma submarina, empezarían a venir los jóvenes de ambos sexos que me preguntaban si yo vendía posters. Y eso que, aparte del poster piloto en la puerta rebatible (que ahora era el dorso del cartel), aparte de Ser feliz es algo maravilloso (que ahora está haciendo “pendant” entre el nombre de la librería y el cartel), todas las paredes de la librería (donde no había estantes), y la columna del medio también, estaban llenas de posters. Posters horizontales y verticales, en lo alto, bien pegados, con abundante dúrex (tres tiras de dúrex por el lado menor, cuatro por el lado mayor), haciendo “collage”, entrelazados en forma artística entre sí, como ser, el poster mudo, el de la gran frutera llena de mandarinas, tocándose con la leyenda y los senos de la chica de Otoñal (que surgían túrgidos de entre las hojas secas), superponiéndose a su vez con los senos de la muchacha de Ternura y estos a su vez encimándose sobre la cabeza del chimpancé con la manzana en la boca (La mona Chita, se llamaba) y que también se tocaba con los tres paisajes de La Angostura, con el de Neruda (Alta y pequeña mía) y con el del pobre Jim Clarck en el coche en que se mató. Incluso más: yo había puesto cartelitos colgantes en toda la estantería (hechos con el número 2, las medianas, de las letras autoadhesivas color naranja) que decían: “Posters: en venta aquí”, “Regale un poster”.

Entonces subí, apoyé la caja sobre el mostradorcito, busqué la tijera, corté bien el borde, bien al ras, los pegotes de dúrex, deshice el nudo de hilo sisal (los dos nudos), guardé el hilo, abrí la caja y saqué los diecinueve cuadernos Gloria.

Ya eran las cinco. La raya de sol ya no estaba sobre la persiana de la joyería. Hacía más frío que nunca y ahora iban a pasar dos cosas: iban a pasar el disco de los Beatles e iba a llegar el que nunca compraba. Mientras iba mirando uno por uno los diecinueve cuadernos Gloria, sintiendo el olor húmedo, el vaho del tiempo, mirando el color inaudito de la tinta, llegó el que nunca compraba. Cerré el último de los cuadernos Gloria.

El que nunca compraba fue el primer cliente que entró la tarde en que abrí la librería. Desde aquella tarde no faltó una sola tarde. Venía y se sentaba en el sillín de los clientes. Pero en el último tiempo fui notando en mí una conducta extraña. Tuve el primer indicio cuando noté que mientras él hablaba a mí no me salía la voz. El segundo indicio lo tuve cuando me sorprendí a mí mismo mirando a través de el que nunca compraba.

Ahora, escribiendo en el primer cuaderno Gloria (el primero en la pila de la caja, el último en el tiempo), dibujando en los márgenes amarillentos la posición en que estaba sentado esa tarde el que nunca compraba, recuerdo el sobresalto cuando lo vi entrar, el gesto repentino con que volví a guardar los diecinueve cuadernos Gloria en la caja de “Llovet y Segur” y veo cómo ha ido cambiando mi letra en este cuaderno interrumpido hace veinte años, veinticinco años. Sentado en el sillín de los clientes, el que nunca compraba esperó. Pero a mí la voz no me salía. Aterrado (ya se había dado cuenta de que yo estaba empezando a ver a través de él) el que nunca compraba trató de recomponer el rostro. Pero era tarde. Yo había empezado a ver los espejos a través de él. Alcancé a ver mi cara de adolescente en el espejo del aparador, treinta años atrás, peinado al medio, la nariz alargada, los ojos un poco torcidos (como urdiendo algo). Estaba escribiendo sobre el papel de un atado vacío de cigarrillos “Fontanares” sobre el mármol veteado del aparador. Había alcanzado a ver, también, todos los espejos de las pensiones donde viví, donde escribí los diecinueve cuadernos Gloria. Había visto ya todos los espejos de luna, ovales, rectangulares, sucios y viejos, con el azogue levantado como si fueran leprosos, redondos, con un piolín, colgando de un clavo, con el reborde de bakelita, de plástico colorado, y los espejos rajados, de bordes rotos, detrás de las puertas de los roperos, sucios por dentro, percudidos y donde había quedado el alma peinada de todos los que alguna vez, después de peinarse con brillantina o gomina, se miraron por última vez en ese espejo.

El que nunca compraba se levantó y se fue. Se fue y yo di vuelta la cara y me quedé mirando y me quedé mirando los delfines. Se alejó por el pasillo desierto. Por primera vez me di cuenta de que no se le oían los pasos. Entonces supe que ya nunca más iba a volver a ver a el que nunca compraba.

Ya habían pasado las cinco. Ahora iban a empezar a pasar el disco. Entonces, por primera vez en cinco años, sentí unas extrañas ganas de escucharlo.

El disco de los Beatles era el único disco que pasaban en la galería. Lo pasaban a eso de las cinco y se llamaba Please, please me y del otro lado nunca supe lo que había porque nunca, en cinco años, lo dieron vuelta. Yo me sabía el disco de memoria. Conocía anticipadamente y con toda exactitud las partes en que estaba rayado. Podía predecir cuándo el disco iba a empezar a girar en falso y cuándo los Beatles se iban a atascar e iban a empezar a cantar ininterrumpidamente camon, camon, hasta que la chica de la zapatería levantaba la púa y entonces había como una tierra de nadie, y después los Beatles volvían a cantar uno por uno Please, please me como si no hubiera pasado nada. Conocía de memoria todo eso; sin embargo, esa tarde sentí una ansiedad, unas ganas extrañas de volver a escuchar el disco.

Me esfuerzo por recordar y creo que lo consigo. Fue por la mañana, a eso de las nueve, cuando ya había sacado al pasillo el exhibidor de las tarjetas humorísticas y me disponía a barrer. El frío que venía de la calle se me incrustaba en las manos y yo trataba de barrer lo más rápido posible, cuando al intentar sacar el escobillón que se había metido de perfil por el hueco de la puerta rebatible vi el poster de los delfines. El escobillón no quería salir y mientras tironeaba del palo, los miré. Primero los miré sin ver, como se miran las cosas cotidianas. Porque hasta ese momento yo miraba el poster de los delfines como podría mirar Otoñal o Ternura o el poster de la mona Chita o los tres paisajes de de La Angostura o el de Neruda (Alta y pequeña mía) o el del pobre Jim Clark en el coche en que se mató. Así es. Los delfines seguían estando ahí, inmóviles y borrosos bajo el agua, desteñidos. Pero de pronto vi que se movían. En medio del frío del pasillo, con el mentón apoyado en el palo del escobillón, los vi avanzar bajo el agua, en diagonal, como prolongándose. Los acababa de ver como si se hubieran movido. Rápidos, azules, seguros, violentos, como una firma o un relámpago.

Entonces entré, bajé el escobillón al sótano, volví a subir, me senté en mi silla, apoyé los codos sobre el mostradorcito, metí la cara entre las palmas de las manos y me puse a recordar.

Ahora no lo podría precisar con exactitud, pero creo que en ese momento tuve como un vislumbre. Porque creo que entreví el sobretodo aquél, azul, modelo Ulster, que me compré una tarde (por más que me esfuerzo no puedo recordar dónde), veinticinco años atrás cuando me fui de la casa de mi cuñado. 

De lo que sí estoy seguro es de que esa mañana (si no me hubiera interrumpido la única clienta) yo habría estado a punto de relacionar el primer hecho (la premisa mayor, como decía mi cuñado) con los subsiguientes hechos que se precipitaron después. Porque esa mañana al entrever el sobretodo azul modelo Ulster lo habría relacionado con los tiradores de nailon. Lo habría relacionado con mi cuñado mostrándoles a las visitas los tiradores de nailon que había traído de los Estados Unidos, junto con los breeches y las polainas.

Cuando mi cuñado mostraba los tiradores de nailon, lo primero que hacía antes de levantarse de la mesa era apoyar las dos manos sobre la carpeta como para darse impulso. Entonces en el terciopelo de la carpeta quedaban las marcas de los dedos como si el verde se hubiera vuelto húmedo. Después se oía el ruido de la silla al correrse, y mi cuñado, ya de pie, señalaba hacia el aparador y decía: “Ahora van a ver lo que es esto”. Pero no iba directamente hacia el aparador sino que daba la vuelta entera alrededor de la mesa para crear el suspenso. Por fin, cuando ya estaba frente al aparador, hacía girar la llave de bronce, abría la puertita encristalada y mientras decía: “Shhhhh. Hagan silencio. Ni se imaginan lo que van a ver”, sacaba de la bandeja de la licorera el estuche de los tiradores de nailon. Después, mirando a todos con los ojos entornados (a los grandes y a los chicos), se sentaba, levantaba la tapa de celofán duro, la dejaba al lado del centro de mesa, corría el precinto de cartón, se levantaba y mirando hacia la araña mantenía en alto los tiradores con las dos manos, estirados, para que todos pudieran ver el contraluz que producían las lámparas en forma de vela de la araña. “¿Ven todos?”, preguntaba mi cuñado. Pero no acercaba los tiradores. “Más cerca no se puede. No insistan”, decía mi cuñado, “se puede sobrepasar el punto de dilatación”. Entonces los grandes se paraban, se apretujaban alrededor de la mesa, levantaban los brazos y trataban de tocar los tiradores con la mano. “De a uno, de a uno por vez. Prontito”, decía mi cuñado. Los grandes hablaban todos juntos: “Tengan cuidado con el centro de mesa que es de cristal”. “Es increíble. Son transparentes”. “Van a tirar la carpeta al suelo”. “¡Pero si son de vidrio, de vidrio!”. “De vidrio, de vidrio, de vidrio. ¡Qué descubrimiento! De vidrio líquido son. Son de Norteamérica. ¿Qué te creés?” “¿Ya está?”, preguntaba mi cuñado. “Prontito que se me cansan los brazos…”

El hermano de mi cuñado, siempre sentado, siempre hablando al final, en la otra punta de la mesa, pasando el dedo por la carpeta de terciopelo (opacándola allí donde tocaba), decía: “Esto va a ser la muerte de la tela. Y de la goma también si se descuidan”.

Después mi cuñado volvía a sentarse, volvía a guardar los tiradores en el estuche, volvía a ponerle la tapa de celofán duro, volvía al aparador y mientras volvía a abrir la puertita encristalada, decía: “Lo que van a ver ahora es otra cosa. Vayan haciendo silencio”. Y después de acomodar el estuche de los tiradores sobre la bandeja de la licorera, cerraba la puertita y bajaba el Quijote (que estaba al lado del teodolito). Antes de sentarse lo depositaba suavemente sobre la mesa y después iba sacando lentamente el libro de la caja especial que se había hecho hacer por el encuadernador de la imprenta de Vialidad.

“Shhhhh”, decía mi cuñado, “hagan silencio”, y señalaba la tapa con el índice (pero sin tocar el cuero para nada) y mostraba (como si estuviera señalando en un mapa) los galones de los cantos, el gofrado en la guarda árabe, el señalador de badana carmesí. Después esperaba un momento, miraba a todos (uno por uno) con los ojos entornados y abría el broche. “Fijensé los movimientos helicoidales”, decía. “Atención que voy a abrir la tapa. Vayan prestando mucha atención a los dibujos. Shhhhhh. No toquen”. Y lentamente, con una lentitud que ponía nervioso, mi cuñado iba levantando las hojas de papel de seda que protegían los grabados. Entonces los chicos se apretujaban alrededor de la mesa y se pisaban los pies tratando de ensartar el mentón sobre la carpeta de terciopelo para poder ver las ilustraciones de Gustavo Doré. “¿Ya está?”, decía mi cuñado. “¿Ya vieron todos? Prontito que voy a pasar”. Los grandes se empujaban detrás de mi cuñado y hablaban todos juntos y decían: “¡Qué maravilla!”, “¡Mirá qué natural!”, “Parece una fotografía”. “Es una fotografía”. “¿Cómo una fotografía? Es un dibujo, es”. “Un dibujo, dijo. Lo acaba de decir”. “Esto sí que aquí no se ve”. “Aquí no se ve porque no se vende aquí, ¿qué te creés?” “Claro que sí, si lo trajo de Norteamérica”. “Lo trajo de Norteamérica pero es de España”. “Es de España, es de España, es de España. Es de España pero lo compró en Norteamérica, ¿qué te creés?”.

A continuación mi cuñado mostraba la birome. “Ahora van a ver”, decía mi cuñado, y poniéndose de espaldas volvía a girar la llave de bronce, abría la puertita y de al lado de la licorera sacaba la birome de Norteamérica. “Esto no se los tengo que explicar”, decía mi cuñado, “esto es todo gráfico”. Entonces mi cuñado, antes de volver a sentarse, sacaba del estante el block de Vialidad y seguido por la mirada de todos se sentaba y escribía. Lo primero que escribía era la frase capicúa “dábale arroz a la zorra el abad”, después las otras palabras capicúas, “Yatay, Natán, yo soy”. Después escribía: “Buenos Aires, 15 de agosto de 1947”. Después escribía su nombre y apellido (su apellido primero y su nombre después). Después firmaba, garabateaba sobre los números y las columnas de las hojas del block de Vialidad. “Observen el trazo”, decía, “miren con atención. ¿Ven? Si uno lo pone así, en chanfle, escribe más fino, ¿ven?” Todos los grandes estaban definitivamente parados por detrás de mi cuñado, los chicos en puntas de pie alargando el mentón, mientras el hermano de mi cuñado seguía sentado y solo en la otra punta de la mesa. “Observen, observen”, decía mi cuñado y seguía escribiendo y escribiendo dando vuelta las hojas: “Ana, oso, ala, Neuquén”. Los grandes decían: “¡Qué maravilla!”, “Es increíble”, “Sin pluma”, “¿Cómo hace?”, “Sin pluma, sin pluma, sin pluma. Sin tinta escribe. ¿O no te diste cuenta todavía?”, “Tinta tiene que tener, lo que pasa es que no es tinta líquida”. Hasta que el hermano de mi cuñado, que siempre hablaba al final, pasando el dedo por el terciopelo de la carpeta decía: “Es una bolita. Una bolita chiquita que va girando con la presión de la mano”.

Ahora escribo, hago garabatos, largas espirales en los bordes y me veo (treinta años atrás) la tarde en que mi cuñado se fue a hacer una mensura a Madariaga. Voy recordando que lo primero que vi esa tarde al volver del colegio (antes de ver el atado vacío sobre el mármol del aparador) fue que al lado de la caja del Quijote, el teodolito no estaba. Porque en el estante de arriba se veía un rectángulo distinto: se veía el rectángulo flamante en el empapelado, los florones dorados y escarlatas, en el mismo rectángulo que ocupaba el teodolito, igual al rectángulo que dejan en las paredes los cuadros que ya no están. Después vi el atado vacío. Y ahora me recuerdo con el pelo negro, peinado al medio, la nariz alargada, los ojos bajos (un poco torcidos como urdiendo algo), abriendo el atado, sacando el papel, desdoblándolo, alisándolo con la palma de la mano, dándole vuelta, el dorso hacia arriba, la parte plateada (la del papel plateado), para abajo, la parte blanca (la del papel de seda), para arriba, apretándolo para que se alise contra el mármol veteado del aparador. Recuerdo lo que escribí. Lo primero que escribí. Doce días después me fui de la casa de mi cuñado.

Ahora siento que el recuerdo es como una acechanza, algo agazapado que está por saltar. Siento que aquella mañana quizás lo haya sabido todo, lo haya visto todo. Pero recién ahora veo nítidamente el último grabado, la amplia camisa, las manos flacas, los ojos hundidos, don Quijote muriéndose.

Los grabados de Doré estaban en las páginas impares, en páginas distintas, de papel más grueso, satinado, de fondo ocre (o amarillo marfil). tenían un papelito de seda impecablemente pegado en el borde de arriba (en el lado menor). Pero mi cuñado mostraba primero la tapa, y la tapa era de cuero, granate en el centro, púrpura en los costados. Tenía punteras empastadas, con vetas ocres, tenía un redondel repujado en el medio, con guardas árabes gofradas alrededor, tenía un filete dorado en los cantos y estaba impreso en Barcelona por Jaoquín Gil editor, Calle de Montaner 68. Sólo la caja era distinta. Y cuando mi cuñado se iba al campo (a hacer una mensura, a Madariaga), y se llevaba el teodolito, la caja donde guardaba el Quijote quedaba sola y distinta junto al rectángulo vacío que dejaba el teodolito y entonces se veía el empapelado flamante.

Recuerdo la sugestión que la palabra mensura tenía para nosotros, los chicos; más que teodolito, todavía; más que agrimensor, más que vialidad, más que sobrestante. Sólo era comparable con la sensación que nos producían los grabados de Doré, casi azules por el fondo marfil del papel, cuando don Quijote se alejaba rayita por rayita hasta hacerse casi imperceptible en la neblina del crepúsculo, y Sancho Panza era sacado a espadazos de los establos y en la perspectiva veíamos cómo el aliento de los bueyes se esfumaba en una sensación de frío llena de luz.

Me levanté bruscamente. Volví a salir al pasillo. Ya la única clienta estaba llegando a la calle. Sus pasos no resonaban y entre la pila de frascos de esmalte para uñas, los paquetes de horquillas y las gorras de baño, la novia de América, con el peine inmóvil sobre la peluca, me seguía mirando. Entonces di la vuelta y caminé hacia el fondo. Llegué hasta el caballito mecánico. Pasé delante de los locales vacíos, miré las paredes del local doble del camisero, las marcas más claras en el lugar donde habían estado las estanterías, las dos vigas en cruz en la vidriera rota, los diarios viejos tapando el frente de compro oro, el cartel bermellón en el acuario vacío, el polvo cubriendo el quiosco del ciego. Entonces volví. Miré la calle. Pero la raya de sol no estaba ya sobre la persiana de la joyería. Caminé, entré, volví a sentarme. “Otra vez sentarme”, pensé. “Esperar que se hagan las cinco. Decirles que no, que mapas de la plataforma submarina no”. “¿y qué pasa?”, pensé de pronto mirando los delfines, “si a las cinco de la tarde don Quijote y Sancho Panza, con un buen traje de buzo para caballeros andantes, don Quijote; con un buen mameluco para burros, el burro de Sancho Panza; con la lanza en ristre, don Quijote (bien protegida por una buena bolsa tubular de plástico) embistieran los molinos de viento en el fondo azul de la plataforma marina. “¿Habrá delfines en la plataforma submarina?”, recuerdo que pensé.

Ahora la novia de América no me miraba. Había vuelto a peinar la peluca. Tenía los ojos bajos con las pestañas postizas como arañas absortas. Y entre las puntillas que colgaban, las cintas de colores y los cierres envueltos en celofán vi sus ojeras marrones como canoas quietas en un agua estancada. De pronto parpadeó y se quedó mirando lejos. Entonces la vi en la noche. Un reloj de porcelana, panzudo, la mesa de luz, el vaso de agua por la mitad, las pastillas, el insomnio, las revistas pornográficas caídas por la alfombra, la novia de América con la boca abierta, la pintura corrida por la cara como lágrimas de tiza, la cara contra la pared, crispada y quieta, doblada, volteada, doblegada entre la almohada, el llanto y el velador.

Cerca del medio día la idea del único fósforo se fue adueñando de mí. Después me persiguió durante toda la tarde. Pensaba en la garrafita del thiner, en el sótano, junto a la caja de “Llovet y Segur”, junto a los diecinueve cuadernos Gloria. Después, no sé por qué, recordé la bolsa de hule y pensé en la premisa mayor.

La bolsa de hule era la premisa mayor y mi cuñado me había explicado qué significa una premisa. La bolsa de hule colgaba de un segmento de hierro T empotrado en la pared de la cocina y mi cuñado me había explicado, haciendo los dibujitos en las hojas del block de Vialidad, el principio del hormigón armado. Después hizo el agujero en la pared de la cocina y yo miraba mientras empotraba el segmento de hierro T, al costado de la frigidaire, pegadito al almanaque de Gath y Chaves (Gato y chivo decía el hermano de mi cuñado, cada vez que entraba a la cocina, señalando el almanaque con el dedo y riéndose para adentro como si no hubiera nadie). Entonces yo, todos los jueves, a las diez de la mañana, me ponía en puntas de pie y descolgaba la bolsa de hule. Lo primero que tenía que hacer era traer los cornalitos de la feria, sacarlos de la bolsa de hule y ponerlos encima de la plancha de acero de la cocina económica. Entonces entraba mi cuñado, abría el paquete, desplegaba el papel de estraza y verificaba si eran medianos. Después yo tenía que volver al puesto del pescadero y pedirle que me los cambiase. Recuerdo que recién después tenía que comprar El Mundo Argentino y después las galletas de miel y ponerlas en plano inclinado. “Quiere decir en diagonal”, me decía mi cuñado; “oblicuas, en chanfle. ¿Entendiste? Te voy a enseñar: vamos a suponer que El Mundo Argentino es la hipotenusa de un triángulo recto. Muy bien. Ya tenemos entonces uno de los tres elementos del triángulo. ¿Qué otros dos elementos del triángulo nos faltan? No. Los catetos. Entonces tenemos que: el interior de la bolsa de hule es el cateto mayor, el borde lateral de la bolsa es el cateto menor y El Mundo Argentino es la hipotenusa. Entonces si vos ponés las galletas de miel sobre la hipotenusa, las galletas de miel no se impregnan con el olor a pescado. ¿Y sabés por qué? Porque el papel de estraza, que tiene la cualidad de ser muy absorbente, no se moja en absoluto. Es como si vos pusieras un objeto cualquiera sobre un plano inclinado. ¿Qué sucede si yo dejo una pelota, por ejemplo, sobre la parte superior de un plano inclinado? Se cae, muy bien. Es decir, entonces, que los cornalitos se sustentan sobre la propia base. ¿Entendiste? Es el principio de la represa. Andá y cambialos.”

En este momento estoy dibujando sobre el margen amarillo del último de los cuadernos Gloria, la espada cantora del príncipe Valiente. Durante cinco años, durante treinta y cinco años, no me había acordado nunca del príncipe Valiente. Ahora lo recuerdo.

El príncipe Valiente ocupaba siempre una página impar de El Mundo Argentino. El príncipe Valiente tenía textos y dibujos de Harold Foster y un circulito con una C en el medio y después decía Copyright y unos números y una dirección. El príncipe Valiente vivía en un castillo de Thule. El príncipe Valiente era el hijo del rey Aguar. El príncipe Valiente era el caballero más alegre y animoso de la Tabla Redonda. Luchaba contra los vikingos, los normandos, los pieles rojas y los visigodos. El príncipe Valiente era el amigo de sir Camelot. El príncipe Valiente había recorrido a caballo todas las costas de Britania. Había vencido a Genserico, el poderoso rey de los vándalos. Había derrotado al gran Gungir, el gran señor de Overgaard. Había derrotado al hijo del gran Gungir, el feroz Ulfrún, al que obedecían hasta la muerte todos los vikingos. El príncipe Valiente amaba a Aleta, que era rubia y de esplendente belleza y que guardaba una daga en su seno para defender su honra. El príncipe Valiente protegía a su viejo amigo, el lisiado Gundar, el constructor de barcos, el que le había construido al príncipe Valiente un bajel de magníficas líneas y que había quedado lisiado al ser sorprendido por sus enemigos durante una cacería de lobos marinos en el lejano norte. El príncipe Valiente cazaba osos y ciervos y alces en la selva y antes de entrar en batalla desenvainaba la Espada Cantora y sobre su empuñadura hacía el juramento de perseguir a Ulfrún hasta la muerte. El príncipe Valiente salía todos los jueves en El Mundo Argentino que yo tenía que sacar de la mitad de la pila y mirarlo bien. “Miralo bien”, decía mi cuñado, “tenés que sacar uno de la mitad de la pila y mirarlo bien. Tenés que elegirlos de la segunda porción de la pila, como si hubiera una línea imaginaria. ¿Entendiste? Tenés que elegirlo de la mitad de la pila hacia la base. Siempre las primeras revistas están deterioradas, llenas de mugre, asquerosas. Por eso las ponen arriba. Es lo primero que hacen los diarieros. ¿Y sabés por qué? Para sacárselas de encima, para evitar la devolución. Son lo peor que hay. Andá y cambiala.”

Ahora estoy por llegar al final. Estoy por dar vuelta la última página del último de los cuadernos Gloria. Ahora recuerdo cuánto da un número elevado a la potencia cero. Recuerdo dónde compré el sobretodo azul modelo Ulster. Lo compré en una tienda que ya no está, en la calle Bernardo de Irigoyen. Recuerdo una por una las cuarenta y ocho láminas del diccionario de Saturnino Calleja. Recuerdo la lámina y recuerdo los guerreros: los fusileros del rey, los dragones de la reina, los ulanos, los legionarios, los infantes espartanos, los ballesteros gascones, inmóviles y litografiados en la trama imperceptible del papel ilustración.

Recuerdo las largas tardes mirando la lámina de los guerreros, los centuriones rígidos como las figuras en las barajas, los aurigas duros en los carros, los coraceros inconmovibles. Recuerdo que los miraba (treinta y ocho años atrás) tratando de adivinar sus vidas. Después supe que iban a quedar en el barro para siempre, en el fondo de los desfiladeros, en ciénagas, páramos y fangales, tronchados y con los ojos abiertos y ahora recuerdo a los húsares que van a morir de cara al cielo, la guerrera ensangrentada, el morrión pisoteado por los cascos de los caballos, el musgo que irá creciendo entre las charreteras. Recuerdo los samuráis que van a morir en bosques de abedules, los príncipes polacos rodando en la última embestida y los que van a morir en las Galias y en la Martinica, en las llanuras del Lacio, en una vieja casa de madera de Estambul. Recuerdo lo que decía en la portadilla, al dar vuelta la tapa entelada del diccionario de Saturnino Calleja, decía: Saturnino Calleja, editor, calle de Noguer 95, Barcelona 23, España, 1915. Y veo a mi cuñado volviendo de hacer una mensura en Madariaga, bajando del coche, bajando el teodolito, el trípode con los herrajes pintados de rojo, los breeches embarrados, las polainas embarradas, el cordón de cuero desatado, mi cuñado lo va a pisar, siento que tengo que avisarle, siento que ya es tarde. Mi cuñado está midiendo con el teodolito. Mide hasta dónde han llegado mis palabras. Va a empezar por lo que escribí en su casa sobre el papel de los cigarrillos “Fontanares”, va a medir la distancia, las pensiones, los espejos, va a llegar hasta el último de los cuadernos Gloria. Pobre mi cuñado. Se va a perder. Oscurece. No sabe dónde está. Apenas si reconoce unas totoras confusas, unos mimbres envarados, unos juncos que se le atraviesan entre los ojos y los anteojos y algo le va a golpear la cara en la oscuridad. “Escuchen, escuchen todos. Atención”, dice mi cuñado tratando de apartar algo con la mano. “Atención. Hagan silencio. Shhhh”. Es como si apartara un mechón sobre la frente. Pobre mi cuñado. “Todo número elevado a la potencia cero es igual a uno”, dice mi cuñado. Pero no hay nadie. “Escuchen todos. De a uno en vez. Ana, oso, Yatay, Neuquén, Natán, yo soy, dábale arroz a la zorra el abad”. Pero el silencio es tan grande que se escucha el lejano chasquido de la leña en la cocina económica y el bombeo del motor en la frigidaire. Mi cuñado busca con los ojos al hermano (que siempre hablaba al final), pero en la otra punta de la mesa, lejano, pasando el índice por el terciopelo de la carpeta (opacándola allí donde tocaba), el hermano calla.

Y ahora, que es de día, que mi cuñado pálido y ojeroso, con una polaina menos, con el cordón de cuero de la tobillera de la otra polaina arrastrándose, con los breeches rotos, embarrados, ladeado y rengueando, consigue clavar el trípode del teodolito, alguien impreciso y necesario como su sombra en el suelo lo tapa. Después se cruza un tren. El tren se va por un andén solitario y la sombra corre y corre junto a una ventanilla cerrada. El tren se separa de la mano de la sombra. La sombra de la mano de la sombra se estira desesperada y mi cuñado se queda mirando el humo final y la curva lejana y quieta de las vías.

Faltan diecinueve renglones para terminar el último de los cuadernos Gloria. Pero por más que dibujo tres croquis en el margen izquierdo, por más que ahora recuerdo que mi cuñado tenía un casco de corcho con barbijo, un casco de corcho que a nosotros los chicos nos parecía de explorador, no puedo saber de quién es la sombra. Tal vez sea la sombra de mi padre. La sombra de mi madre. No sé. Del Quijote de mi cuñado baja don Quijote. El príncipe Valiente desenvainó la espada cantora. Con la punta de la espada abre el broche helicoidal. Con la punta de la espada levanta (con toda prolijidad) el papelito de seda que cubre el grabado de Doré y don Quijote y Sancho Panza (con la lanza en ristre don Quijote) se internan en la plataforma submarina seguidos por los delfines de este poster que estoy despegando de la puerta rebatible, mientras pasan el disco de los Beatles, la novia de América me está mirando, va a llegar el que nunca compraba, escucho los pasos de los tísicos invisibles, voy a bajar al sótano, voy a subir la caja de los cuadernos Gloria, apoyo sobre el mostradorcito (con mucho cuidado para no romperlo) el poster de los delfines, corto al borde (bien al ras) los pegotes de dúrex que sobresalen, doy vuelta el poster (la parte de atrás, la parte blanca hacia arriba), abro el cajón del mostrador y saco la plancha de aluminio con el número uno (las más grandes) de las letras autoadhesivas color naranja.

(De Cerrado por melancolía, Editorial de Belgrano, 1985)